lunes, 17 de agosto de 2020

El cementerio

         EL CEMENTERIO

         El día de Todos los Santos, el 1 de noviembre, por la tarde, iba con mis abuelos o con mis padres al cementerio. Allí no había nadie de mi familia, pero era la costumbre y había que ir, como toda la gente. Yo recuerdo haber escuchado a la abuela Carmen decirme que así rezaba por su madre y por sus hijos. A la abuela se le murieron 9 hijos, cada uno en un sitio y su madre no sé donde murió. De su padre no me debió hablar casi nunca porque no recuerdo nada.

          Volvíamos del cementerio aún de día (por la noche no se andaba por el campo) y al llegar a casa las campanas de la catedral empezaban a tocar a muerto. Era un sonido muy triste. Duraba mucho rato, yo creo que casi toda la noche. Esa tarde había que estar triste, era como pecado estar alegre y reírse. En la radio sólo había música clásica y no la escuchábamos. Jugábamos un poquito a las cartas o al parchís y luego a acostar. Y siempre el sonido de las campanas.

         La abuela Carmen encendía muchas lamparillas que ponía en una taza sobre aceite. Eran por sus muertos. Ponía unas pocas y sólo sé que una era por su madre. Las demás nunca me dijo por quien eran o si me lo dijo no lo recuerdo.

         De mayor he conocido los posibles significados de esas luces, de esas lamparillas.  Por un lado son un recuerdo de aquellas personas queridas. Por otro se enciende la luz para que no se acerquen y no nos hagan ningún mal, no nos lleven con ellos. Y por otro se encienden para que esa luz les guíe en el camino hacia Dios, hacia el cielo.

         Cuando íbamos a acostar las luces de las lamparillas iluminaban la cocina. La luz temblaba. Se escuchaban las campanas y no me quería quedar el último. Quería que cuando mirase para atrás pudiese ver a alguien todavía detrás mío. Así, si venían las ánimas a mi no me cogerían.

         ¡Qué triste era la Noche de Todos los Santos!