domingo, 9 de abril de 2023

LA HIJA DE DIOS. Veinte años de recuerdos.

   LA HIJA DE DIOS

Veinte años de recuerdos

        Nada podrá quitarme el recuerdo de esos años en que viví con una total plenitud, esos años en que trabajé en lo que más me gustaba y con quienes más me gustaba. Nada podrá quitarme el recuerdo de esos años en que fui feliz, completamente feliz.

Ángel Rodríguez Cardeña

Ávila 28 de febrero de 2023


        En el año 2020 recibí un correo electrónico de Juan Carlos (Baliche) para vernos en Ávila. A los pocos días, estando sentado comiendo un helado, se me acercan tres hombres y uno de ellos me pregunta si soy Don Ángel, el maestro de la Hija de Dios, les dije que sí y me dijeron que si les conocía. No les conocía. Eran Josete, Manolo y Juan Carlos. Estuvimos hablando un buen rato y quedamos para desayunar al día siguiente. Hablamos y hablamos, y para mí resultó muy emotivo encontrarme con unos hombres de los que yo había sido su maestro cuando eran niños.

        En agosto del 2022, Juan Carlos vino de Lérida y me llamó para ir a la Hija de Dios, para encontrarnos con todos los alumnos con los que pudo contactar, y con todos los que pudieron ir. Fue muy emocionante, pero que muy emocionante para mí. Aquel día, y días posteriores, sentí que en mi vida había hecho algo positivo, que mi vida había servido para algo, que si cuando muera hay un más allá y alguien me pregunta que he hecho en la vida, podré mostrar mis manos y verán que no están vacías.

De izquierda a derecha: Josete, Manolo, Juan Carlos, Angelines, Yo, Lourdes, Samuelín

Con Nieves, a la izquierda, y Angelines.
Con Sagrario

        En septiembre del 2022 se celebraba la fiesta de San Miguel y nos volvimos a reunir en las antiguas escuelas, otro grupo de personas, con las que pasé algunos de los 20 años en los que estuve en la Hija de Dios.

        He querido escribir sobre aquellos años. Un escrito sobre todos los que estuvimos en la escuela y lo que hacíamos allí.



Estas son unas fotos de ese día. Me hizo mucha ilusión veros y hablar con vosotros

        Todo empezó antes, bastante antes. A mis 16 años me fui a estudiar a Madrid, Perito Industrial. Mi padre me lo propuso y yo acepté. La verdad es que no tenía preferencia por estudiar nada en concreto. Empecé a estudiar e iba aprobando las asignaturas de cada curso. Llegó un momento en que empecé a leer libros, muchos libros, y sobre todo empecé a hablar con otos chicos que también leían mucho.

        Me atraía sobre todo lo relacionado con el mundo obrero, con ideas del socialismo y del comunismo y llegué a la conclusión de que tenía que contribuir a cambiar el mundo.

        ¿Pero cómo iba yo a cambiar el mundo? Era consciente de que yo no podía cambiarlo, pero podría ayudar a algunas personas a que vivieran más libres, a que tuvieran más oportunidades en su vida, a que… no sé expresar bien con palabras lo que yo quería, pero tenía claro tanto lo que no quería como lo que si quería.

        Dejé los estudios de Perito Industrial, me faltaban solo unas asignaturas para acabar la carrera, y empecé a estudiar Magisterio en la Escuela Pablo Montesinos de Madrid.

        Como maestro no iba a cambiar el mundo, pero si que podría ayudar a unos niños a que supieran más, a que tuvieran más oportunidades, a que pudiesen ser más libres teniendo su propio criterio y cosas por el estilo.

        Y con estas ideas estudié Magisterio, y con estas ideas elegí mi primer pueblito, un pueblito perdido entre las montañas. Ese pueblito es La Hija de Dios.

        Ahora, de mayor, de anciano, reconozco que mis objetivos eran ambiciosos, muy ambiciosos, pero fueron la luz, la guía que siempre intente seguir. Cometí errores, seguro. Tuve desfallecimientos, pero creo que a lo largo de mi vida profesional, intenté conseguir esa utopía, ese ideal.

        La Hija de Dios, un pueblito que se ve cuando se llega a él. Un pueblito que aparece casi de repente, con sus casas bajitas, sus cocheras y corrales con ramos, sus casas de piedra. Todo está apretadito, juntito como una bandada de gorriones en invierno que se juntan para darse calor.

        No conocía ese pueblo, y la primera vez que fui fue con Doña Alejandra, la maestra del pueblo, una mujer que había estado viviendo muchos años allí, tantos que allí nacieron sus dos hijos y allí está enterrado su marido.

        El pueblo no tenía casas nuevas, bueno, había alguna nueva: la casa del médico, un chalet que había cerca y alguna que otra más.

        Todo lo demás eran las casas tradicionales, los pajares, las cocheras, los corrales. A mi me gustaba mucho. Era un pueblo como muy auténtico, era un pueblo similar al de mi madre, en la provincia de Toledo, solo que en la Hija las casas eran de piedra y en el de mi madre eran de adobe. 

         Las cocheras me llamaban mucho la atención, sobre todo por el nombre. Era un nombre asociado con los coches, y aquí, en el pueblo, era donde se guardaban los carros. Pero también se aprovechaba para guardar los ramos, para ponerlos encima e irles cogiendo cuando se iban a quemar.

        Las edificaciones de piedra, con las piedras puestas unas sobre otras, casi sin argamasa, las calles con piedras planas sobresaliendo, y que nadie intentó quitar porque en realidad no estorbaban para nada, viejas puertas de madera para cerrar esos sitios donde se guardaban las patatas, los granos, el heno y las cosas que necesitaban. Era un pueblo como los de siempre, era un pueblo ideal, un pueblo como de juguete.

        Doña Alejandra me acompañó hasta el ayuntamiento, y me presentó al alcalde, a Juliancillo, y así tomé posesión de mi puesto como maestro de la escuela de niños de la Hija de Dios. Lo primero que me dice el alcalde es que vaya todos los días a la escuela, que no sea como los dos últimos maestros que faltaban con frecuencia a clase y no hacían mucho caso a los niños. Creo que me quedé callado, ese era un lenguaje que yo no entendía.

        El ayuntamiento estaba en una casa pequeña, pobre, destartalada. Me dio sensación de un lugar humilde, muy humilde. No tengo ninguna fotografía de ese edificio.

         Lo que sí tengo es esta foto que era por la que se iba a la escuela desde la plaza o desde el ayuntamiento (no me acuerdo bien). La mayoría de los niños iban por esta calle. Lo malo de esta calle, y lo de otras muchas, eran los barros que se preparaban cuando llovía.

        La maestra, Dña Alejandra, me presentó a algunas personas con las que nos encontramos, y recuerdo que vimos a uno de los niños que iba a ir conmigo a la escuela. Una mujer que venía con nosotros (no recuerdo bien quien era) me dijo: “Ese niño va a ser uno de tus alumnos. ¡Menudo bruto que es! ¡De ese poco vas a sacar!” Me dio mucha rabia escuchar esas palabras, sentí una cierta indignación. No contesté nada, me callé y miré al niño. Era un niño como todos los niños, no tenía nada especial. Durante los años que estuvo en la escuela, nunca mostró ser bruto, era un niño normal y que sacó el Graduado Escolar sin dificultad. 

        La foto más antigua que tengo de la escuela la hice cuando iban a cambiar las puertas. Iban a poner unas de chapa, que son las que están apoyadas en la pared, y quitar las antiguas de madera.

        ¿Qué por qué las cambiaban? Porque las de madera se habían torcido tanto que no se podía echar la llave, y se cerraban con una cuerda que se ataba a unos clavos torcidos que se habían colocado a los lados de la puerta. Lógicamente la puerta se abría con facilidad pues los nudos eran sencillos para poder abrirlas rápidamente por la mañana.

        Una de las acacias se secó, y se secó porque sí, por esas cosas que se secan los árboles y que solo saben los muy expertos. Alguien cortó esa acacia seca, pero dejó un buen tocón. Un tocón que no estorbaba porque allí no jugaban los niños, y que años más tarde alguien quitó. La otra acacia sirvió de sombra durante muchos años, hasta que a las vacas les dio por pararse allí, y rascarse contra el tronco, dejando toda la entrada a la escuela llena de plastas, pues debían estar enseñadas a no echar las cagalutas en la cuadra y sí cuando saliesen a la calle. Los dueños de las vacas se enfadaban si las espantábamos para que se fueran de allí, pues decían que como pagaban al ayuntamiento por cada vaca, estas tenían derecho a estar allí y a cagarse también. La solución fue cortar la acacia y se acabó el problema. Ya no se cagaron más las vacas a la puerta de la escuela.

        Dentro de la escuela me encontré con Forete, Manolo (el lucero), Jose Antonio, Jesús Galán, Josete, Tomasín, Jesús el de Marce, Jesus el de Carmela, Adolfo, Luisito, Jose (cachirulo), Andrés (arturo), Jose Luis (parrillano), Julito, Juan Carlos (baliche), Juli (hermano de parri) y Carlos hermano de Luisito.

        Estos fueron los primeros niños que tuve en la escuela, aunque tengo la sensación de que se me olvida alguno. Están puestos aproximadamente en orden de edad. Los cuatro primeros eran los mayores, y tenían 11 – 12 años. Los dos últimos eran los más pequeños y tenían 5 años. Los demás tenían edades intermedias. Entre paréntesis están los apodos con los que los llamaban habitualmente los otros niños; algunos heredaban el apodo de su padre. Yo siempre les llamé por su nombre.

        Además de los niños, dentro de la escuela había los pupitres, la mesa del maestro, una estantería con unos libros que había enviado el Ministerio de Educación, y que no eran adecuados para ellos, sino más bien para el maestro, y dos trozos en la pared pintados de negro y que servían como encerados. No había nada más, no había ningún material escolar.

Construcciones que había entonces y me llamaban la atención

        Los pupitres estaban limpios, y lo estaban porque una o dos veces al año se sacaban a la calle y se lavaban con jabón, tierra y un estropajo. Algunos de los chicos, cuando les he visto ahora de adultos, me han hablado de cuando fregaban los pupitres y de lo bien que se lo pasaban. Son las cosas que tenemos las personas, lo que para unos no tiene importancia, para otros es un motivo de diversión, aunque creo que los niños se divierten casi con cualquier cosa, lo único que necesitan es hablar y reírse con otros niños.

        Lo que nunca supuse es que el pupitre se convirtiese en campo de batalla. En cada pupitre se sentaban dos, y algunos hacían una raya en medio y no se podía pasar de esa raya. Si se pasaba empezaba la pelea en forma de empujones, patadas en las espinillas, pinchazos con el boli o el lapicero, etc., pero todo ello de forma que yo no me enterara. Algunas veces me enteraba y llegaba un avión pacificador en forma de cepillo de borrar la pizarra que caía en la cabeza de alguno de los contendientes, o en medio de la mesa o en el suelo y así, con algo de polvo que desprendía el cepillo, volvía a reinar la paz.

        Estas dos fotos son las únicas que tengo del interior de la escuela cuando todavía ibais bastantes niños. Al principio solo estaban las paredes desnudas y nada más. En esta época decorabais las paredes como os parecía y poníais móviles en el techo.

         Había, y hay, una gran ventana. Allí ponía tiestos. Casi siempre tuve una cala que me dio la madre de alguno de los niños. Ya no recuerdo quien fue, pero desde aquí le doy las gracias. 

         Junto a los tiestos tengo asociadas vuestras cabezas con gorros de lana, o con las capuchas de las cazadoras puestas, porque en la escuela, en invierno, hacía mucho frío, pero todos nos abrigábamos bien y es como si no pasara nada. 

        Y por aquella enorme ventana veía el campo, veía la “pedriza” donde los niños me contaron que dos hombres se mataron a gorrazos porque no había piedras para tirarse, y luego me explicabais que era una especie de chiste porque todo está lleno de piedras y se las podían tirar y no matarse a gorrazos. Veía el Cogote, ese cerro donde subimos casi todos los años. Veía la calle, veía a la gente que iba o venía con las vacas o con las ovejas o con una carretilla o que simplemente iba andando, os veía a vosotros cuando ibais, veníais, estabais en el recreo o pasabais por allí. 

Se van para casa Juanjo y Fernando y el hombre que viene pasaba muchas veces por la escuela, debía vivir por aquí ya que me tiene cara muy conocida, pero ya no me acuerdo cómo se llamaba. Al fondo el Cogote y detrás la sierra donde está la Pedriza.

        Antes de venir como maestro a La Hija de Dios, estuve unos meses en Madrid, en el colegio Jaime I, en la zona de Vallecas, en Palomeras, no recuerdo si eran Palomeras Altas o Bajas. Era una de las zonas más pobres de Madrid; pero cuando vi a los niños de La Hija de Dios todavía me parecieron más humildes y más pobres. La mayoría venían con los pantalones llenos de remiendos, zapatillas y botas de tela todas rotas, tanto que algunos les salían los dedos por delante. Cuando empezó a hacer frio, algunas niñas venían con sus vestidos o faldas y debajo unos pantalones con remiendos y cosidos para pasar menos frío. Afortunadamente no pasabais hambre, lo que no tenían vuestros padres era dinero. Todo esto lo digo porque tiene relación con el material escolar. Solo se utilizaban los libros de editorial Álvarez porque eran los más baratos. Os los pasabais de unos a otros y solo se compraba lo esencial: matemáticas, lenguaje y conocimiento del medio (ciencias sociales y naturales). No recuerdo si era un solo libro o varios, pero por supuesto no había nada de plástica, religión o francés (que era el idioma a estudiar).

        Uno de estos chicos que vinieron desde el principio, Jesús el de Carmela, cuando ya había salido de la escuela me dijo que recordaba la cara de susto que tenía cuando estuve el primer día, o los primeros días, en la escuela. Mi susto era porque no me imaginaba cómo dar clase a niños de edades tan diferentes. Mientras explicaba a unos ¿qué hacían los otros?, ¿qué podían hacer los pequeños si todavía no sabían leer ni escribir?. Hacía lo que se me ocurría y preguntaba a la maestra y a los maestros de Robledillo que cómo lo hacían ellos, cómo organizaban la clase. En mis estudios de Magisterio nunca me habían hablado de esta situación.

        Además de preguntar yo pensaba y leía. Leía lo que creía que me podría ayudar. En la revista Vida Escolar, que estaba en todas las escuelas, encontré artículos muy interesantes, sobre todo de Adolfo Maillo. En lo que peor estaban los niños que había entonces era en lenguaje. Allí concentré mis esfuerzos. Empecé a elaborar fichas de lenguaje: completar frases, ordenar palabras para formar frases con sentido, describir dibujos, describir acciones, etc. Siempre eran ejercicios para enriquecer el vocabulario, darle precisión, y comprender bien el lenguaje escrito, así como expresarse con claridad y precisión.

        Poquito a poco elaboré fichas, muchas fichas, para todos los cursos, fichas que estaban pensadas con un nivel de dificultad tal, que pudierais hacerlas solos, y mientras las hacíais podía explicar matemáticas a otros o leer con los pequeños. Así, poquito a poco, empecé a organizar el trabajo autónomo de los niños y empezaba a dar resultados satisfactorios.

    La Inspección venía todos los años. Vosotros y yo, lógicamente, tenemos recuerdos, más o menos vivos, de esas visitas. Luisito (Luis) recuerda que un inspector (Don Timoteo) les preguntó qué era eso redondo que había en el pupitre (era para poner el tintero, pero ya no se usaba) y ellos dijeron que un agujero, y él les preguntaba que cómo se llamaba ese agujero. Ellos contestaban que agujero, y cuando les preguntó como era, su contestación fue: redondo. En definitiva, era un agujero redondo y no había que andar rompiéndose la cabeza buscando cosas más raras. Lo que el inspector quería era que le dijesen que era una circunferencia o un círculo. El inspector no le dio ninguna importancia.

        En otra ocasión vino una inspectora y mandó a Charito que leyese en voz alta. Charito tenía sobre 10 u 11 años. Empezó a leer y la inspectora se puso a hablar conmigo. Charito dejó de leer. La inspectora le dijo que siguiese aunque ella estuviera hablando conmigo. Cuando terminó la lectura me dijo que la niña no se había enterado de nada, yo le contesté que se había enterado de todo, pues era la niña que mejor leía de toda la clase. La inspectora insistió en que no se había enterado de nada, y le hizo varias preguntas. Charito contestó bien a todo. A la inspectora no le debió hacer mucha gracia haberse confundido pues “torció el hocico” y me dijo que parecía que no sabía lo que había leído.

        En una de las primeras inspecciones la inspectora, después de mirar los cuadernos y escuchar como leíais, me dijo que el progreso no era bueno, sobre todo en los pequeños. Andrés, Jose Luis, Julito, Juan Carlos y Juli (que tenía 5 años) estaban aprendiendo a leer. Tres leían bien y los otros dos no lo hacían bien según ella. Yo le dije que a los cinco les enseñaba igual y que esos dos no aprendían como los otros, que su aprendizaje era más lento. ¿Qué podía hacer? le pregunté. ¿Cómo enseñarles? Todavía no me ha contestado.

        Yo siempre estuve al lado de vosotros, de mis alumnos, y siempre creí en vuestras posibilidades y capacidades de aprender. Esto lo aprendí estudiando, es el efecto Pigmalión. Si un profesor cree que sus alumnos pueden aprender algo, entonces casi todos lo aprenden; si piensa que no lo van a poder aprender, entonces eso se cumple y no lo aprenden. No hay magia en esto. Cuando el profe piensa que sí van a poder, explica y planifica actividades de otra manera, con más entusiasmo y todo eso se trasmite mediante el lenguaje no verbal, que los alumnos captan enseguida. Si piensa que no van a aprender porque son torpes, por su condición social, por que los padres no se interesan, etc. todo lo va a hacer con desgana, sin interés, y la profecía se cumple.

        El trabajo que yo tenía que hacer en preparar las clases era mucho, pero la satisfacción de ver como ibais mejorando poco a poco también era mucha.


         Pero no solo había contenidos académicos. Como todas las personas, teníais vuestras cosas buenas y malas. La peor era meterse con los más débiles, con aquellos que nunca se metían con nadie, que no agredían a nadie; lo peor era reírse y burlarse de esos chicos o de otros por cosas ridículas: porque llevaban gafas, porque no jugaban bien al futbol, etc. Era lo que hoy se llama bulling, pero esto era en el contexto de los años 1970 y 1980 en un mundo totalmente rural. Prohibí las burlas y las risas hacia los compañeros en clase y en el recreo. Fui muy rígido en eso y aparentemente dio sus frutos, pero fuera de la escuela el acoso a los más débiles proseguía. Tenía que hacer algo.

        Cuando estudié magisterio tuve un profesor que decía que si tenía problemas en clase y no sabía como resolverlos, que estudiase psicología, que si a pesar de eso no se resolvían que estudiase más psicología, y que si a pesar de todo no se solucionaban que siguiese profundizando en la psicología. Y eso hice. A finales de los 70 empezaron a aparecer libros sobre educación en valores y sobre el desarrollo moral. Los leí detenidamente y aprendí bastante sobre autoconcepto, autoestima, expectativas que crean otras personas sobre uno, valoración del grupo y más y más cosas sobre esos temas. Me di cuenta de que todos tenemos cosas buenas e importantes y que cuando nos metemos con los demás es para rebajarlos y así creer que nosotros somos superiores porque nos creemos mejores. Y sobre esto trabajé ya siempre. En lenguaje oral y escrito proponía temas de debate o de redacción que incidiesen en el autoconcepto, en la autoestima y en la valoración de los demás. Eran temas como: Habla de cosas que haga tu madre y tú te sientas orgulloso; cuenta algo bueno que hiciste y que casi nadie o nadie sepa que lo hiciste tú; cuenta alguna ocasión en que ayudaste a alguien al que no debías ningún favor; etc. Estos trabajos escritos los leíais en voz alta y los comentábamos y hablábamos sobre ello. Aún recuerdo la cara de placer de muchos de los alumnos cuando terminaban de leer. A los niños les gustaban mucho estos ejercicios y sobre todo los debates orales. Recuerdo cuando los niños y las niñas estaban juntos y ellas decían que era injusto que las mujeres tuvieran que hacer la casa, la comida y además llevar las vacas, o la leche, o regar, o mil cosas más. Me parece recordar que Sagrario y Charito eran las que hablaban y defendían sus opiniones con más vehemencia. 


        El recreo era allí, delante de la escuela o en las calles aledañas. La carretera quedaba muy lejos y por aquí no pasaba ningún coche. Vosotros jugabais a las cosas de los niños, aunque los niños y las niñas jugabais por separado. Pero lo hacíais porque vosotros queríais, ni yo ni la maestra os dijimos nunca que no jugaseis juntos.

        En el recreo los niños jugaban al fútbol, al lado de la iglesia por donde no pasaban los coches, cuando alguno llevaba un balón, el problema era que muy pocos lo tenían: un par de ellos o como máximo tres. Yo jugaba al fútbol también y los chicos que habían terminado en la escuela el año anterior también solían venir a jugar. Mi intención al jugar era mostrarles que lo importante era jugar y divertirse, sin enfadarse si perdían y sin vanagloriarse y menospreciar al otro equipo cuando ganaban. Pero una cosa es predicar y otra dar trigo. Yo tenía sobre 25 ó 26 años, posiblemente tenía algo del orgullo y la soberbia de la juventud, y no asumía bien que chavales de 13, 14, 15 años me ganasen (ganasen al equipo con el que yo iba) por goleada de seis o siete a cero. Interiormente estaba rabioso, furioso, y hacia faltas que no debía hacer. Vosotros os dabais cuenta y luego, de adultos, me lo habéis dicho: “nos daba alguna patada y empujones, y si iba perdiendo decía: vamos a la escuela que se acabó el recreo”. Cuando terminaba el partido me daba cuenta que lo estaba haciendo mal. Aquella situación fue para mí una magnífica lección que poco a poco aprendí.

        Después de algún tiempo (por lo menos pasó casi un año) llegué a disfrutar del juego y a admitir que los otros habían jugado mucho mejor. Creo que vosotros también lo aprendisteis, si no todo al menos algo.

        Ya he dicho que los niños no tenían balón. Detrás de la escuela estaba el Huerto Escolar, que se hizo con anterioridad para que los escolares trabajasen, sacasen un dinerillo y lo metiesen en la cartilla escolar hasta los 21 años. En toda España esto suponía mucho dinero para lo que después sería la Seguridad Social (no recuerdo como se llamaba en aquel momento). Cuando me enteré de todo aquello les propuse a los niños sembrar algo, venderlo y comprar un balón para la escuela. Dijeron que sí. Un año sembramos garbanzos, los vendieron y compré un balón de reglamento, un balón de cuero. Estaban locos de alegría. El balón duró un año más o menos y otra vez a trabajar en el huerto escolar. Esta vez sembraron ajos, pero un burro se los comió en el verano. Le pedimos al dueño del burro que nos pagase los ajos y a regañadientes nos dio 100 pts y se compró otro balón, y este ya fue el último. Esta experiencia me gustó mucho por cómo trabajaron todos los niños, mayores, medianos y pequeños, por cómo se ayudaban unos a otros y porque no hubo nunca peleas ni enfrentamientos. Yo trabajé como uno más, y siempre hice caso de lo que decían los chicos mayores, pues ellos sabían mucho más que yo de como remover la tierra, de como sembrar, regar, etc.

        Todos mis años en la Hija de Dios, fueron maravillosos. Yo fui feliz allí porque me gustaba mucho el trabajo de maestro, estar con los niños, y también ver como mi hijo Carlos, y luego mi hijo Moncho, aprendían con mi trabajo. Yo preparaba las clases lo mejor que sabía y podía. Yo ya no podía hacerlo mejor. Y lo hacía así porque consideraba que esa era mi obligación y porque estaba enseñando a mis hijos, pero a ellos les enseñaba igual que a todos. Nunca sabré si lo hice bien o menos bien o incluso mal, pero nunca escatimé el mínimo esfuerzo. Yo no pude hacerlo mejor. Siempre estuve leyendo y aprendiendo nuevas cosas sobre como aprenden los niños, como organizar el aula, qué materiales eran mejores para aprender tal o cual cosa, qué nuevas experiencias educativas se estaban realizando, etc. y es curioso que estas lecturas me gustaban mucho, así que también disfrutaba con ellas.

        La Hija de Dios está en un magnífico entorno natural, con montañas por todo el sur y lugares por donde andar por todos los sitios.

        Las clases terminaban a la una del mediodía y volvían a comenzar a las tres de la tarde. En esas dos horas comía y casi siempre nos íbamos Carlos y yo a dar un paseo por el campo. A veces me iba solo porque él se quedaba jugando con algún chico. No tenía un itinerario preferido, cada día iba para un sitio.


        A veces, algún niño que había terminado de comer se venía conmigo. Me lo pasaba muy bien hablando con él; hablaba de las cosas que hablan los niños, pero ellos me contaban muchas cosas del campo que yo no conocía.

        Recuerdo ir con uno de ellos hacia el cementerio. Las vacas estaban en el “prao” y algunas tenían terneros. No se por qué salió que un ternero era hijo de una determinada vaca; como los dos eran negros pregunté que cómo lo sabía, y con cara y gesto de sorpresa me dijo: ¿Pero no ve que son iguales? ¿No ve que tienen el hocico, el morro y la forma de la cabeza igual? ¡Se parecen mucho! Yo quedé muy sorprendido, no podía imaginar que un humano pudiese percibir el parecido entre dos animales, madre e hijo.

         Julito era uno de los que se venía muchas veces conmigo al mediodía. Recuerdo que él me enseñó a ir por los praos, unas zonas encharcadas, medio pantanosas donde iban las vacas y se hundían tanto que el barro les llegaba a la barriga. Julio me enseñó a ir pisando por encima de los “céspedes” o “césperes” (no recuerdo cómo se llamaban) que son los bloques de hierba.

        También recuerdo como en ocasiones me enseñaron como se sembraban las patatas y los ajos, como se podaban los árboles, cómo y cuando se cortaban los ramos para leña o para el tejado de las cocheras o de los pajares.

        Los animales también eran tema de conversación. Recuerdo una sobre los erizos, en la que un niño me decía que si un erizo meaba en una hierba, y esa hierba se la comía una oveja, se le caía la lana y se ponía como mala. Yo intentaba que él se diera cuenta que lo que me contaba era casi imposible de comprobar, porque nadie veía a un erizo mear, y en el supuesto de que lo viese, nadie veía que una oveja se comiese la hierba donde había meado el erizo. El razonamiento le hizo dudar, pero creo que no se convenció del todo.

        Y al escribir esto del erizo recuerdo una conversación que surgió en clase sobre las culebras. Alguno de los niños sacó el tema de que una vez una mujer estaba trabajando en el campo y se puso a dar de mamar a su hijo, sentada junto a un árbol. La madre se durmió y salió una culebra que metió la cola en la boca del niño para que no llorase y se puso ella a mamar de la mujer. No les dije que eso era una tontería. Empecé a preguntarles como sabía la culebra que tenía que meter la cola en la boca del niño, como sabía que el niño no tenía que llorar y luego les invité a que se chupasen el dedo sin usar los labios, pues los reptiles no tienen labios. Este tipo de razonamiento sí que les convencía de su error. 

Esta foto la he tomado de internet. Es la culebra de escalera, una de las más comunes que hay por La Hija.

        Y ahora que hablo de las culebras me acuerdo que cuando cogía alguna culebra o lagarto, la llevaba viva a la escuela para que la viesen todos y pudiesen apreciar características de su cuerpo, de la boca, de las escamas, etc. Las niñas me decían que si no me daba asco de coger esos animales; mi respuesta era que no. Ahora, cuando ya son unas mujeres, me han dicho que si no me acordaba de cuando ponía pieles de culebra en la pared hasta que se secaban; que eso era una guarrería. Lógicamente sí que me acordaba, y que no me seguía pareciendo una guarrería, que todo es cuestión de gustos y opiniones. 

        Uno de los animales que recuerdo es este lagarto de unos colores preciosos que abundaba mucho por las zonas de huertos en mayo, junio, y que yo no había visto nunca. Es un eslizón “Si te pica un eslizón coge la pala y el azadón”. Esto me lo dijisteis uno de vosotros, pues os habían contado que era un lagarto venenoso. Eran unos animalitos muy mansos y tranquilos que se dejaban coger con la mano, y que no mordían. Carlos también los cogía y estos no le hicieron nada, el que sí se lo hizo fue un lagarto ocelado que le mordió el dedo y no se lo soltaba (la culpa fue mía porque le dije que se dejase morder, que el lagarto no le haría nada).

        A casi todos los niños os gustan mucho los animales, A los chicos puede que más, pero eso puede ser algo cultural. Carlos disfrutó mucho aquí cogiendo nidos, viendo pájaros de nido ya grandes, viendo los huevos. Recuerdo los de aceitunera, los del ruiseñor, que llamabais así porque eran parecidos a las aceitunas. A Emilianín también le gustaban mucho. Él y mi hijo Carlos hacían muy buenas migas en esto de los animales. 

        Al igual que hay niños a los que les gustan mucho los animales, hay otros a los que no les gustan nada o casi nada. A Moncho no le han atraído nunca los animales; los miraba y nada más.

        Cuando os he vuelto a ver ya de adultos, todos los que vivisteis la época en que Carlos y yo cazábamos mariposas, me volvisteis a hablar de ello, y algunos hasta con cierto entusiasmo. Alguno de vosotros me ha comentado que se hizo un cazamariposas y empezó a coleccionarlas. Me ha alegrado mucho saber que una cosa tan simple como cazar mariposas os sirvió para pasar ratos de satisfacción.

        Yo empecé a coleccionarlas porque la madre de Carlos se enfadaba si me iba al campo yo solo y ella se quedaba en casa con los niños. Comprendí que tenía razón. Me iba con ellos a cazar mariposas y así salía al campo y me lo pasaba muy bien viendo disfrutar a mis hijos.

        Pero el contacto con la naturaleza también era cuando cada día iba y volvía a la escuela desde mi casa en Ávila. Al final me cansaba de tener que conducir todos los días, pero siempre eché de menos ese viaje diario viendo el campo, las nubes, el cielo, al patatero que iba o volvía desde Robledillo a Ávila con su carro y su mula, a los milanos y a los cernícalos posados en los postes del teléfono en espera de cazar algún ratoncillo. ¿A que esto que os cuento es lo mismo que ir en Madrid en autobús todos los días al trabajo? Era uno de los grandes placeres que empecé a apreciar cuando lo perdí.

        El invierno tenía su encanto. Días de un sol maravilloso que entraba por la ventana de la escuela y así ese día no pasábamos tanto frío, pero con noches en las que helaba mucho y en ocasiones dejaba los árboles de la carretera con las ramas recubiertas de hielo, como si las hubieran pintado de blanco una a una. En esos días había niebla por la noche o al amanecer, y al helarse el agua de la niebla, las plantas se quedaban así de bonitas. Eran las noches y amaneceres de cencellada. Hacía mucho frío y el paisaje daba una gran sensación de frío, pero a mi me daba también una gran sensación de libertad, de una belleza en libertad. 

      
          En esos día de invierno, en que incluso se helaba el río, íbamos allí, al río. Vosotros patinabais sobre el hielo, haciendo lo mismo que hemos hecho, prácticamente todas las personas, cuando hemos sido niños.

        Casi siempre que había grandes heladas, y eran días de sol y hielo, nos íbamos una tarde a ver el río, donde las presas de las truchas y mirábamos la naturaleza y los hielos del rio y los bordes de hierba llenos de trozos de hielo. Hoy en día muchos niños no conocen nada de estas cosas. Los que entonces erais niños tuvisteis la inmensa suerte de vivir en un pueblo pequeñito y estar muy en contacto con la naturaleza. Eso siempre es muy bueno para los niños.

        El otoño también es una estación bellísima, sobre todo cuando los chopos de la carretera se ponen amarillos y cuando los frutales de los huertos de Solosancho y Robledillo tenían las hojas de mil colores. La belleza del otoño es una belleza muy fugaz y siempre he procurado disfrutarla intensamente. En esta época, cuando me daba paseos al medio día e iba cerca de los huertos, me acercaba para coger alguna de esas manzanas que han madurado totalmente en el árbol, que saben riquísimas y tienen un frescor especial.


        Algo que casi solo he visto aquí son las bandadas de grullas emigrando hacia el sur en otoño, y hacia el norte en primavera. Vuelan altas, muy altas, pero su gruir (sonido de las grullas) las delata. En la Hija las veía yendo o viniendo hacia o desde el puerto de Menga, que estaba en su camino hacia Extremadura. Cuando veía a las grullas me daba algo que era como una mezcla de envidia, de admiración y de querer irme volando, para sentir la sensación de libertad que deben sentir ellas.
        Todas las calles y plazas del pueblo eran de tierra. Si llovía mucho se hacía mucho barro, especialmente aquellas calles por donde iban las vacas. Casi todos los niños llevabais botas de goma, ideales para el agua y los barros, y todos, como buenos niños que erais, disfrutabais metiéndoos por donde más barro había y pisando todos los charcos que podiais. Cuando los niños hacen eso tienen cara de felicidad, y creo que cuanto más pequeños, más felices son. Recordando ese placer tan sencillo de conseguir, logré convencer a los padres de mis nietas para que les dejasen chapotear en los charcos; eso sí, llevando botas de goma. 

        Esta foto es de una tarde, a la entrada de clase, en la que estaba lloviendo y de repente el sol se coló entre las nubes y se produjo este contraste entre luces y oscuridades. Es una foto que me gusta mucho. La que está más cerca es Sagrario, la del paraguas Angelines García y el otro me parece que es David, aunque no estoy seguro.

        Siempre me sorprendió como no os asustaba la lluvia. Salíais a jugar en el recreo aunque lloviese un poco (si llovía mucho no salíais) y si estabais echando un partido o en un juego muy interesante, aunque empezase a llover seguíais con vuestros entretenimientos. ¿Creéis que los niños de ahora harían lo mismo? Estoy casi seguro de que no, pero vosotros tuvisteis la suerte de vivir en el pueblo y disfrutasteis de la naturaleza de una manera muy natural, sintiéndola mucho. Esa fue una de las razones por las que quise que mis hijos vinieran a la escuela en el pueblo. 


    No se me olvida un día por el mes de junio. Mi hijo Moncho tenía siete años y Maria José los mismos. A la salida del medio día, se marchó con Maria José, Angelito y David, y no volvió hasta las tres menos veinte. Le pregunté que dónde había estado y me explicó que los cuatro habían estado lavando gallinas en la regadera, porque tenían piojos, y la mejor manera de quitárselos era lavarlas. Y los cuatro se entretuvieron en coger una gallina, lavarla en la regadera, soltarla y vuelta a por otra, así hasta que lavaron a todas. No le dije nada, pero en mi interior sentí envidia por no haber podido haber hecho eso yo, cuando era niño. Imagino que tuvo que ser una experiencia inolvidable en la que los cuatro se lo pasaron como si hubiesen sido los protagonistas de una maravillosa aventura. ¡Coger gallinas y lavarlas en la regadera! ¡Pobres gallinas!

        Y ahora que han salido las gallinas me acuerdo de las gallinas que había delante de la escuela. Fueron muchos años viéndolas, y también aprendí cosas de ellas. 

         Las gallinas eran de Marce, que estaban a la derecha de la escuela según se salía; otras a la izquierda y eran de otra persona cuyo nombre no recuerdo o quizás nunca supe, y otras que estaban en la calle de enfrente, hacia el portalillo. Cuando terminaba de comer echaba los restos junto a la pared del corral que estaba a un lado de la escuela. Como hacía ruido con el tenedor al limpiar el plato, las gallinas venían corriendo a comer. Las que llegaban primero se lo comían y las demás o no acudían, o acudían y se volvían con aire cabizbajo.

        Pero todo cambiaba cuando había gallos. El gallo que dominaba ese territorio no dejaba que entrase ningún otro gallo, y si lo hacía se peleaban y a mi me parecía que siempre ganaba el gallo de ese trozo de terreno.

         No recuerdo a qué jugaban las niñas. Tampoco les prestaba mucha atención. Quizás eran los restos de las cosas que me enseñaron cuando era niño a los 7, 8 o 9 años. Los adultos decían: “Los niños no juegan con las niñas, eso es cosa de mariquitas”. Ninguno de los niños sabíamos que era eso de ser mariquitas, pero como nos lo decían los mayores debía ser algo malo y obedecíamos y no queríamos saber nada de las niñas. 

         Cuando sí jugábamos todos juntos era cuando nevaba. Echábamos unas magníficas batallas con bolas de nieve. Se hacían dos bandos y ¡ala! a tirarse bolas. En estas “boleas” (así era como yo las llamaba de niño) casi siempre había uno que perdía, y ese uno era yo. Al final, no sé por qué, casi todos terminabais tirándome bolas de nieve a mí. Siempre me gustó jugar con la nieve y en estas ocasiones disfruté mucho. Fueron de las “ultimas travesuras” que hice o en las que participé. 

         Cuando nevaba y empezaba a deshacerse la nieve, se formaban unos carámbanos enormes en los tejados. Cuando era niño. esto también ocurría en Ávila, y cuando los carámbanos estaban a nuestro alcance los cogíamos y los chupábamos como si fuesen unos caramelos que se llamaban pirulíes. Aquí quise hacer lo mismo, pero los niños me dijeron que no lo hiciese porque así me estaba tragando los meaos de los gatos. Como no lo entendía me explicaron que los gatos andan por todos los tejados y que por allí también se mean. El meao se quedaba en las tejas y pasaba al agua y a la nieve, y que al chupar los pirulíes a lo mejor estaba tragándome el meao de los gatos. Hice caso a los niños y ya no chupé más pirulíes de los tejados, pero sí que los chupábamos del campo, pues allí no habían meado los gatos. A lo mejor yo chupé alguno en que hubiese meao un erizo y por eso se me ha caído todo el pelo.

        Cada año que pasaba iba organizando más y mejor el trabajo vuestro en la escuela. El lenguaje nunca lo di por concluido y seguí elaborando fichas y ejercicios, pero empecé a hacer lo mismo con las matemáticas. Preparaba fichas y ejercicios para los que ya sabían leer bien, y mientras lo hacían, atendía a los más pequeños que necesitaban de mi ayuda. Seguí con Naturales y Sociales y en unos cinco años tenía todo bien organizado. Y todo este trabajo lo hice poquito a poco. Nos daban poco dinero para material escolar y yo lo dedicaba a comprar libros de diversas editoriales para que sirvieran como material de consulta en los trabajos que yo les mandaba hacer en las fichas. Para que me cundiese más el dinero pedía los libros a las editoriales como libros de muestra, que eran libros a mitad de precio, y así, poco a poco, me fui haciendo con una buena biblioteca de consulta en la escuela. Llegó a ser tan amplia que llegó un momento en que los niños no necesitaban comprar ningún libro.

        Nunca me he preocupado ni mucho ni poco de los adornos, pero con vosotros empecé a preocuparme de que la escuela estuviese bonita y agradable. Esto se me pegó de las escuelas de Pradosegar, Amavida, Balbarda y Mengamuñoz, pero en lugar de adornarla yo, pensé que era mejor que lo hicieseis vosotros, con vuestras cosas. Y aquí tengo dos muestras:

        
        Una el nacimiento en el que las casitas y edificios las hicisteis vosotros con cartón y papel de cello, y las figuras son de plastilina. Os gustaba mucho vuestro belén, lo malo es que ya lo hicimos un poco tarde, durante pocos años antes de que cerrasen la escuela.


         En las paredes colocabais dibujos vuestros. Estos son dibujos que hicisteis después de ver unas diapositivas de arte abstracto, y cuando terminamos de verlas yo os dije que hicieseis algo parecido a lo que acabábamos de ver.

       Pensé en la manera de que todos los chicos del pueblo pasaseis momentos de diversión juntos, y se me ocurrió salir de vez en cuando una tarde al campo, o a algún lugar que no frecuentabais. No recuerdo bien quien me habló de la “Ronchadera”, una piedra por la que deslizarse montados en ramos. Me parece que fui antes con algún chico, no estaba lejos y me gustó ese sitio para ir con todos. Dicho y hecho. Y allí nos fuimos, cortamos ramos y los chicos, y yo también, nos tirábamos deslizándonos por la piedra. Había bastantes niños de los más pequeños que no lo conocían, pero tirarse montados en los ramos era muy divertido, y todos se lo pasaban muy bien. Otras veces íbamos al Cogote, o a los molinos que había a la orilla del río o a donde vosotros me indicabais. Salir de vez en cuando por la tarde se convirtió en una especie de obligación. Cuando hacía tiempo que no salíamos, al entrar por la tarde a clase empezabais a dar con las manos en la mesa y gritar ¡¡¡Por ahi, por ahi, por ahi!!! Y como ibais bien adelantados en los estudios, y como a mí también me gustaba salir al campo, y como os veía con esa cara que tienen los niños de pedir con los ojos y con una sonrisa aquellas cosas que les gustan mucho, pues nos íbamos por ahí.

        Yo ya no me acordaba, pero Juan Carlos me contó que, muchas veces, cuando íbamos por ahi les iba preguntando cosas de los estudios de la escuela. El se acuerda especialmente de cuando les preguntaba las valencias de los elementos químicos. Todos los mayores se las tenían que saber de memoria y los aprendizajes memorísticos se hacen mejor cuantas más veces se repite lo que hay que memorizar. De ahí viene lo de preguntarles las valencias cuando salíamos alguna tarde.

        Un año, en el mes de junio me fui con los mayores a la Joya, un pico de la sierra del Zapatero. Estaba lejos y pasamos todo el día entre ir y volver. Aún quedaba algún nevero cerca de la cumbre y desde allí se veía el valle del Alberche, parte de Gredos y un poco de los Montes de Toledo. Aquellos niños hoy son hombres y todavía se acuerdan de cuando estuvieron allí. 

        A finales de curso, en el mes de junio, solíamos irnos a pasar un día al campo y nos llevábamos la merienda. Solíamos ir hacia donde nace el rio, en la sierra del Zapatero. Cuando volvíamos, entre las cuatro y las cinco de la tarde, casi todos os bañabais en el rio.

Yendo hacia donde nace el río

Un baño a la vuelta, ya cerca del pueblo

        En esta última foto no hay ninguna niña bañándose, pero algunas veces, si las niñas se bañaban y me lo pedían, yo tenía que hacer de pared. Las niñas se bañaban en una charca y los niños en otra muy próxima, pero no tan cerca como para verse. Yo me tenía que poner entre medias de las dos charcas para que los chicos no fuesen a mirar a las chicas que estaban en bañador. A mí me hacía mucha gracia, pero lo hacía. Entendía perfectamente a las niñas.  


        El Ministerio de Educación me mandaba información relevante para la escuela, entre ellas la convocatoria de becas para los chicos de estas edades. Un año consideré que algunos alumnos podían beneficiarse de estas becas y hablé con sus padres para informarles y animarles a que la pidieran. Me ofrecí a ayudarles a rellenar los papeles y hacer alguna gestión en Ávila y ahorrarles el viaje.

        El primero que se marchó a estudiar a Cheste fue Jesús el de Marce, otro año se fue Josete. Aquel tipo de becas acabó al morir Franco y después ya solo las había para cuando terminaba la escuela. De esta última modalidad fueron a la Serrada Luisito y Jesús el de Carmela a estudiar alguna especialidad de mecánica.

        Cuando llevaba 4 ó 5 años en la escuela, fue a visitar el pueblo el Gobernador Civil de la provincia. Visitó la iglesia, las escuelas y el ayuntamiento. Yo tenía todos los niños y Alejandra todas las niñas y el gobernador nos dijo que la maestra podía tener a todos los niños y niñas de 1º a 4º y yo a todos los chicos y chicas de 5º a 8º. Y como lo que decía el gobernador iba a misa, al día siguiente hicimos el cambio. 

   Este fue uno de los primeros grupos de mayores que tuve. Arriba: Carlos, Fernando, Isabel, Charito, Carmen, Tere, Angelines y Angelines. Abajo: Carlos, Samuel, Rosi, Carlos, Sagrario, Loli y Juanjo.

         Lógicamente no había diferencia en mi trabajo al estar los niños y las niñas juntos, pero surgieron pequeños problemas que ellos mismos solucionaron. El asunto era que si salían al mismo tiempo al recreo los chicos y las chicas, ellos las miraban cuando iban a hacer pis, ellas se sentían todas ofendidas y venían a decírmelo para que dijese a los chicos que no fueran a mirarlas. Plantee esta cuestión en clase y la solución fue inmediata y evidente: las niñas salían primero y cuando habían terminado todas de hacer pis entonces salían los chicos. Hoy me resulta simpático recordar estas cosas, pero en su momento era algo muy serio e importante para los alumnos. Y creo que lo más importante es que ellos encontrasen la solución.

        Los niños trabajaban con bastante intensidad y bien. Como eran pocos les tenía bien controlados. Era lógico que se cansasen. En la escuela no había ningún aseo, así que para hacer pis o beber agua tenían que salir a la calle. De vez en cuando alguno o alguna me decía que si le dejaba salir a hacer pis o a beber agua. Creo que siempre les dejé. Además de la necesidad fisiológica, siempre tuve en cuenta que los niños tienen más necesidad de moverse que los mayores, y que unos niños son más nerviosos e inquietos que otros, y que tienen necesidad de moverse. Salir a hacer pis o a beber agua era una buena válvula de escape. Muchos de ellos me lo decían con la única intención de salir, y creían que me engañaban. No me importaba, creer que engañaban al maestro hacía crecer su autoestima y eso era importantísimo.

        Me acuerdo muy bien de algo que puede parecer anecdótico, pero que tiene su importancia. Marisol era una de las niñas que vino conmigo. Su hermano David era muy pequeño y no venía a la escuela, debía tener unos 3 ó 4 años. Por las tardes llegaba con su hermana hasta la puerta de la escuela y cuando entraban, él se iba a su casa. Un día su hermana me dijo que si podía entrar, que no daba guerra. David entró, se sentó en el pupitre al lado de su hermana, apoyó la cabeza en el tablero del pupitre y se durmió. Cuando se despertó al cabo de una hora miró para todos lados y dijo que se iba a casa. Y eso hizo, se fue a su casa que estaba muy cerca de la escuela. Y esto de venir con su hermana a la escuela, entrar y echarse una siestecita y luego marcharse a su casa, lo hizo muchas veces, bueno, lo hizo todas las veces que quiso. De esta manera la escuela se convirtió en algo familiar para él, y cuando le tocó venir por su edad, ya estaba totalmente acostumbrado, no fue necesario ningún periodo de adaptación. Y esto no pasó solo con David, también pasó con otros niños que venían a jugar con sus hermanos a la hora del recreo o a la entrada por la tarde.



Fotos vuestras





        Recuerdo que en los primeros años, una vez al año venía un fraile y también una monja a preguntarme que si había chicos y chicas que fueran inteligentes y buenos estudiantes para irse a estudiar a sus conventos y sacar el bachillerato, y luego, si tenían vocación, seguir la vida religiosa. Yo nunca os animé a ir o a no ir, os comenté que se lo dijeseis a vuestros padres y que ellos decidiesen. Yo nunca os animé a vosotros o a vuestros padres a que os fueseis, pero tampoco os desanimé, porque estos religiosos solo querían alumnos que fueran muy listos y eso de escoger solo a los listos nunca me ha gustado.

         Y aunque no tiene nada que ver ni con frailes ni con monjas, ahora me acuerdo de la matanza del cerdo que se hacía todos los años al lado de la escuela.




        Todos nos estábamos mirando durante un buen rato. A los que no estábamos acostumbrados a verlo, mis hijos y yo, nos gustaba mirarlo. No es que fuese bonito y agradable, pero era muy curioso e impactante. Era ver la muerte muy de cerca. Cómo me dijeron algunos de estos hombres más de una vez: "Unos mueren para que otros vivan"



        E igual que estabais acostumbrados a ver morir a los animales, también estabais acostumbrados a verles nacer. Recuerdo un día que al entrar del recreo faltaban Mª José, Moncho, Angelito y David. Ninguno sabíais dónde estaban. Se presentaron a la una menos diez. Me dijeron que habían estado viendo parir una vaca, y que habían visto como salía el ternero. No les regañé porque pensé que viendo nacer a un ternero habían aprendido más que si hubiesen estado ese rato en la escuela. La verdad es que yo nunca he visto nacer un animal y me hubiese gustado verlo.


Esta foto no la hice yo, la cogí de Internet

        Cuando ya quedaban pocos alumnos, el Ministerio de Educación dio un televisor en color y un video para la escuela. Recuerdo una serie de programas sobre el cuerpo humano que estaba muy bien hecho y con unas fotografías magníficas. Uno de los capítulos era sobre el crecimiento de un bebé en el vientre de su madre y el nacimiento. Era un vídeo que gustó mucho a todos y que se vio un par de veces mas. Las preguntas giraban en torno a si nosotros nos movíamos asi dentro de la tripa de nuestra madre y cosas por el estilo. Con el video cambió mi manera de dar clase. En vez de explicar y contaros como pasaban las cosas, ponía un video (cuando lo había sobre ese tema) y luego los alumnos hablaban entre ellos lo que habían visto, y si algo no quedaba claro intervenía yo y lo aclaraba.

        En aquellos años alguien del Ministerio tuvo la feliz idea de que los alumnos de 6º, 7º y 8º tenían que hacer los exámenes finales de todas las asignaturas en un colegio de Ávila, que determinaba, unos meses antes, alguien del ministerio. Me pareció algo vergonzoso y humillante, pues si los maestros de los pueblitos estábamos capacitados para dar clase a los niños, también estábamos capacitados para ponerles las notas y poder darles el Graduado Escolar o el Certificado de Escolaridad. Los de las oficinas del Ministerio eran personas muy listas (por eso estaban en las oficinas) y nos dijeron que los maestros sí estábamos capacitados para examinarlos y darles el Graduado o el Certificado, pero el Centro no estaba autorizado (el centro era el edificio de la escuela y un edificio ni está autorizado ni capacitado). Eso era algo que nosotros, simples maestros, no podíamos comprender, ya que eran cosas de las leyes de la Administración Educativa.

        Me parece que un año se examinaron en el colegio Cervantes, otro en La Feria y otros dos en Reina Fabiola. Esto supuso un problema, tanto para los chicos como para mí. A mi, y a cualquier profesor o maestro, le gusta que sus alumnos aprueben ya que eso es un reconocimiento de que está haciendo un buen trabajo; pero aprobar supone que hay que saber los contenidos de los libros con los que se trabaja, pero en cada colegio se utilizan los libros que quieren los profesores, y suelen ser diferentes de unos colegios a otros. Estudiar para examinarse y aprobar supone sobre todo memorizar contenidos, y yo no quería que mis alumnos solo memorizasen así que tuve que armonizar y compaginar la memorización con la comprensión de textos, con el saber establecer relaciones, con saber sacar conclusiones, etc. Y todo esto viene a cuento con lo de quedarse castigados a la hora de comer.

            La memoria tiene su importancia y yo solo mandaba memorizar aquello que me parecía relevante. Yo preparaba fichas en las que mandaba leer en tal o cual libro (cada vez había más libros de consulta en la escuela) y a continuación hacer una serie de actividades que solían ser de comprensión lectora, reconocer lo principal y lo accesorio, hacer una síntesis, comparar fotografías, etc. y después de todo eso memorizar lo fundamental. 

        Pero memorizar lo tenían que hacer en casa. Que no lo habían memorizado, pues se quedaban a la salida para hacerlo. Con este “castigo” los alumnos se iban acostumbrado a esforzarse en aprender y podían sentirse orgullosos que su Graduado Escolar (que les permitía seguir estudios de Bachillerato o de Formación Profesional) se lo habían ganado por sus propios méritos y no era un regalo que yo les hacía. En estos últimos encuentros, ellos se acordaban perfectamente en que colegio se habían examinado para sacar el Graduado Escolar, y más de uno me dijo que él había aprobado aquellos exámenes por sus méritos y que nadie le había regalado nada.

        Los alumnos protestaban si les castigaba, pero sus padres me apoyaban totalmente. Recuerdo que la madre de uno de ellos (me parece que era la de Sagrario), un día que estuvo estudiando hasta las dos y media o tres menos cuarto, vino con ella cuando volvió a las tres, y me dijo que no pasaba nada si no la dejaba ir a comer, que así tendría más hambre cuando llegase a casa a las 5 y se lo comería con más ganas.

        Ahora, de adultos, Juan Carlos y Andrés me han comentado que lo peor de ese castigo era oler mi comida, (yo la calentaba en un infiernillo) y eso hacía que les entrase más hambre. Su comentario era que yo tenía muy mala idea al ponerme a comer mientras ellos estaban allí pues al castigo de no salir se unía el castigo de que sus ganas de comer aumentaban.

        Esto de examinarse en Ávila también tuvo su parte positiva. Ellos se acostumbraron a esforzarse y ayudarse entre ellos. Ahora me he enterado que Samuelín les explicaba cosas de matemáticas a Sagrario, a Marisol y a Charito en casa de alguno de ellos, y a veces lo hacían por la mañana antes de venir a la escuela. Yo no sabía nada de que esto ocurriese, pero si lo hubiese sabido se lo habría explicado yo, aunque, si yo hubiere sabido entonces lo que sé ahora, les habría dejado y aconsejado que lo hicieren como lo estaban haciendo. ¿Por qué? Pues porque un niño entiende mejor a otro niño de su edad que a un adulto. La manera de pensar de dos niños de edad muy similar es casi idéntica, su lenguaje también es muy similar, y entonces entienden mejor a un igual que a otra persona que tiene una forma de pensar muy diferente a la suya. Lo bueno de esta situación es que hablaban de sus problemas, se pedían ayuda y se la daban entre sí.

        Los padres también cambiaron. Cuando llegué a la escuela, los alumnos mayores, de más de 10 años faltaban mucho a la escuela para ir a cuidar las vacas, para ayudar en el huerto, o cosas por el estilo. Yo hablaba con los padres diciéndoles que procurasen que sus hijos no faltasen a la escuela, que la escuela y los estudios eran de las cosas mejores que podían ofrecer a sus hijos. Poco a poco los niños faltaban menos y llegó un momento en que prácticamente no faltaban nunca.

        Siempre procuré tener muy buenas relaciones con los padres (casi siempre solo me relacionaba con las madres), y si tenía que tratar algo con ellos, les llamaba a la escuela, o iba a su casa a la hora de comer. No recuerdo haber tenido problemas con los padres. 

        El hombre que va con el carro era Isabelo, el padre de Isabel y Mariano. Durante unos años fue el Juez de Paz del pueblo. Era un hombre muy amable, muy cercano y muy cariñoso con los niños. Varias veces habló conmigo de como se vivía en el pueblo cuando él era niño; que faltaba mucho a la escuela pues tenía que llevar la comida a los pastores y se quedaba algunos días cuidando el ganado, pero que se llevaba el libro y allí en el campo leía y seguía aprendiendo. Esas personas que solo tenían dificultades para estudiar y saber más, y ellos ponían todo de su parte para ir en contra del destino, siempre han tenido toda mi admiración y respeto.

        Hubo una persona de la que tengo un especial recuerdo: Candidín. Al poco de llegar los niños me dijeron que si podía hablar con Candidín, un chico que ya había salido de la escuela. Dije que sí. En el recreo se me presenta un joven más grande y más alto que yo. Era Candidín. Me quedé asombrado pues, por el nombre, imaginaba a un chico más bien flacucho y pequeño. Fue a decirme que si podía darle el Certificado de Escolaridad (un certificado en el que se decía que había ido habitualmente a la escuela) para trabajar en una fábrica de alpargatas, metiendo las alpargatas en la caja. Pregunté al alcalde y a los chicos mayores si había ido a la escuela y como me dijeron que sí, hice ese certificado. No podía dejar a nadie sin la posibilidad de trabajar por no hacer un papel. Siempre que me encontré con él en Ávila o en cualquier sitio, me saludaba muy efusivamente. Un día me dijeron que había muerto. Si en el más allá se juega al futbol, o a tirarse bolas de nieve, él estará en primera fila. Cuando estaba aquí, en el pueblo, venía a jugar con los chicos de la escuela. Todos le aceptaban. Era un niño grande, un niño enorme.

    También recuerdo a tía Rosa, la abuela de José Antonio y Yoli, pero que no era tía de nadie. Lo que ocurría es que a casi todas las personas mayores se les llamaba tía o tío: tía Rosa, tío Martín, etc, es una costumbre que había en casi todos los pueblos de Ávila, e imagino que también se daría en todo el mundo rural español. Tía Rosa era una señora muy amable y muy simpática. Siempre que nos encontrábamos nos saludábamos y hablábamos de esas cosas intrascendentes de las que hablan las personas habitualmente. Esta foto se la hice porque imaginé que saldría una foto bonita y además sería como un testimonio de las tareas que hacia la gente de esa época en el campo.

        Mientras se tomaba el sol se pelaban o se desgranaban las judías. Las judías estaban secándose al sol, y cuando estaban bien secas se sacaban las semillas. Esto lo hacían sobre todo las personas mayores y mientras lo hacían hablaban ¿de qué hablaban? Pues dándose las noticias principales del pueblo, luego de sus hijos y de sus nietos y luego imagino que hablaban mal del gobierno, pero en sus charlas lo arreglaban todo, y supongo que el viento llevaría sus palabras hasta las personas del gobierno y en un pis – pas quedaría todo arreglado. 

        Y quiero que esta mención de tía Rosa sirva también de recuerdo para las madres de todos los niños y niñas que vinieron a la escuela, y con las que tanto hablé de sus hijos: Marce, Isabel, Gloria, Martina, Ita, Nones, Carmela, Teresa, Julia, Dolores, Favi, Diosdi, Gabi, Guadalupe, Cecilia,… y todas las demás, cuya cara recuerdo perfectamente, pero cuyo nombre se me ha olvidado.

    Después de unos años el número de niños disminuyó, se cerró una escuela y yo me quedé con todos los niños y niñas desde 1º a 8º, en total unos 16 alumnos.

    En esta foto están todos o casi todos.

    Arriba: Yoli (al fondo a la izqda). Oscar (un niño que vino solo una temporada pues su padre trabajaba en el tendido eléctrico), Juan Manuel, Carlos, Emilianín, Héctor, Moncho.

    Abajo: David, Javi, Angelito, Alfonso, Raúl, Rocío, Fernando, M.ª José, Yoli. Carlos y Emilianín eran los mayores. Fernando el más pequeño.

        Yo creo que cuando me quedé con todos los alumnos, los exámenes de los mayores en Ávila terminaron, y si no fue ese año fue al siguiente y eso supuso una alegría para mí porque suponía el final de algo totalmente injusto para los niños que vivían en los pueblos.

        En esta época conocí a M.ª José Hervás, la maestra de Pradosegar, una mujer de la que aprendí muchísimo y de rebote hizo que mis alumnos también aprendiesen más.

        Una tarde a la semana nos reuníamos en Padiernos los maestros de Pradosegar, Amavida, Balbarda, La Hija, Mengamuñoz y Robledillo. Eran los pueblos en los que solo había un maestro con todos los niños, y nos reuníamos para ayudarnos en nuestro trabajo. ¡Y ya lo creo que nos ayudamos! ¡Por lo menos a mí me ayudaron muchísimo! Recuerdo que un día vi en la escuela de Pradosegar un plano del pueblo que estaban haciendo los niños.

        Yo me quedé alucinado al ver lo que hacían y me dije: Si los niños de Pradosegar son capaces de hacer este plano de su pueblo, los niños de la Hija también son capaces de hacer el plano del suyo; el problema está en que el maestro de la Hija no sabe cómo hacer esto con los niños. M.ª José Hervás me enseño con todo el cariño y entusiasmo del mundo, y los niños de la Hija hicieron un plano de su pueblo tan bien hecho y con tanta precisión, que hasta el alcalde nos pidió una copia para tenerla en el ayuntamiento. 

        Recuerdo que en aquel plano pusieron las luces que había en la calle y también señalaron los lugares que no estaban bien iluminados de las calles del pueblo. Para decidir que lugares no estaban bien iluminados se les ocurrió que si ponían una moneda en el suelo, y otro chico que no sabía donde estaba, no la veía, era que estaba mal iluminado. Todo este trabajo lo hicieron los chicos por la noche; ellos solos se organizaron. Todo mi trabajo como maestro residía en buscar situaciones de aprendizaje en las que tuvieran que pensar, organizar ideas y trabajar solos. Uno de mis objetivos era que “aprendiesen a aprender”.

        El niño más pequeño de la escuela, Héctor, también participaba en hacer el plano (sujetando la cuerda para medir distancias) y cuando miraba el plano decía que no se veían las ventanas, las puertas, ni la chimenea de las casas. Era muy gracioso ver su carita y sus expresiones. Otros chicos mayores intentaban explicarle que el plano estaba dibujado como si se viese desde el aire, pero a él no le entraba eso en la cabeza, su razonamiento era que desde la terraza de su casa, que estaba en alto, se veían las puertas, las ventanas y la chimenea de las casas. Era un niño que tenía muchas ocurrencias, aún me acuerdo de lo simpático que era y las preguntas y observaciones que hacía.

        Y a partir de ese momento empezamos a estudiar cosas de la realidad. Muchos días salíamos a estudiar algo, solo estábamos fuera de la escuela el rato que tardábamos en ir, en volver y en observar y anotar lo que estabais estudiando. Para mí, conseguir que hicieseis esto y que lo hicieses bien fue importantísimo. Todas mis aspiraciones como docente, como maestro, se vieron realizadas. 

        Poco a poco aprendí a planificar el trabajo de esta nueva manera de intentar estudiar de la realidad. Esto me permitió que en Ciencias Sociales, Ciencias Naturales, Plástica y en gran parte de Lengua, todos los niños trabajasen un mismo tema, pero con una profundidad diferente. Esto exigía una gran preparación del trabajo por parte del maestro, pero para eso, para ayudarnos entre varios, nos reuníamos una tarde a la semana en Padiernos, los maestros de Robledillo, Mengamuñoz, Pradosegar, Amavida, Balbarda y la La Hija de Dios. Lo único que seguíamos dando según la edad de los alumnos eran las matemáticas.

        Proponíamos un tema en el que tuviesen cabida los contenidos que eran obligatorios y que eran los marcados por el Ministerio de Educación. Se lo presentábamos a los alumnos y ellos iban sugiriendo aspectos a estudiar (lógicamente los maestros aceptábamos o no esas propuestas). Con esto los alumnos iban aprendiendo a planificar, a ver las relaciones entre unos aspectos y otros, a pensar qué podía ser relevante, a considerar las propuestas de los compañeros, etc. En definitiva, estaban aprendiendo a aprender. Todo lo que habían trabajado y aprendido lo iban plasmando por escrito, haciendo su libro personal. Mi hijo Moncho conservó esos “libros” durante bastantes años.

        Uno de los temas que aún recuerdo era estudiar el rio del pueblo: ¿dónde nace?, ¿dónde termina?, ¿es igual por todas partes? ¿para qué se utiliza el rio? ¿hay las mismas plantas por todos los sitios? Y más cuestiones que ya he olvidado.

        Otros temas que aún recuerdo fueron: ¿Cómo mover las piedras para hacer las casas cuando no había grúas? ¿Cómo se vivía en la época de los castillos? ¿Por qué en unos lugares crecen un tipo de plantas y en otros lugares del mismo pueblo crecen otras? ¿Cómo se organiza el pueblo? ¿Qué compramos y vendemos en el pueblo? ¿a quién?

        En todo esto nos ayudó muchísimo el que el Ministerio de Educación enviara a la escuela un video y un televisor en color. El video permitió ver y estudiar todo el cuerpo humano, muchos aspectos de geografía, de historia, etc. El video permitía volver a ver aquellos aspectos que parecían más relevantes, parar el visionado para tomar notas, etc.


        Además fue el primer televisor en color, o uno de los primeros, que hubo en el pueblo. Varias personas me dijeron que si podían venir a la escuela por la tarde – noche para ver el video de la boda de una hija o un video familiar. Mi respuesta siempre fue que sí. Uno de los alumnos mayores venía con la llave, abría, ponía el video y todos tan contentos por poder verlo.

        Pero también servía para otra cosa; Jose, un alumno que hacía prácticas en la escuela, trajo para el día del cumpleaños de alguno de los niños una película en video de la Guerra de las Galaxias. Los niños se quedaron alucinados. Desde aquel día, cuando era el cumpleaños de cualquiera de la escuela, yo llevaba una película para verla por la tarde. A la película se añadían patatas fritas, palomitas, chuches y algún refresco de bebida.

        Aunque teníamos el video y el televisor, siempre que podíamos íbamos a ver las cosas en realidad, ya que además de aprender, las salidas os gustaban mucho y eran momentos de una gran diversión y alegría. Nunca olvidé que eráis niños.

        


Hicimos varios “viajes de estudio” conjuntamente con los alumnos de los pueblitos Robledillo, Pradosegar, Amavida, Mengamuñoz y Balbarda. Entre todos se llenaba a duras penas un autocar, pero lo importante es que se podía salir, y los cada vez más escasos alumnos de La Hija, os podíais relacionar con otros alumnos de vuestra edad. Y he puesto “viajes de estudio” porque ibais a estudiar. No era una excursión tradicional en que se visita algo y un profesor o un guía explica algo, no era así. Vosotros teníais que observar, anotar, hacer puestas en común, según un plan que previamente habían elaborado los profes. Era algo que se llamaba “escuela activa”, “aprendizaje en acción”, “estudiar de la realidad”, “aprender a aprender” y cosas por el estilo. Este tipo de aprendizaje se inició sobre el 1900, y sobre los años 1980 – 1990 se puso de “moda” otra vez. Luego se volvió a olvidar y ahora, en 2023, se está empezando a redescubrir. 

        Otra cosa que nos dio el Ministerio de Educación fue un ordenador para cada una de las escuelitas que he mencionado antes. Los programas educativos para el ordenador os ayudaron mucho para trabajar a vuestro ritmo y ayudaros en lo que teníais más dificultades. Recuerdo un programa de lectura que hacía una valoración previa del nivel de lectura, y luego ajustaba el programa al nivel de cada uno.

        Para los más pequeños había programas magníficos. Héctor no sabía todavía leer, y trabajaba con el ordenador haciendo series de figuras, de colores, etc. todos ejercicios para su edad. Y cuando los hacía bien salía un payaso que aplaudía y decía ¡Bravo! Él se ponía tan contento y algunos mayores decían: ¡Jo, qué morro! ¡Él viene a jugar y nosotros a trabajar! Yo intentaba explicar que ese era su trabajo, pero no se barría bien la escuela y crecía pelusa por algunos sitios.

        Esta colaboración entre escuelas y esta metodología se fue conociendo por diversos lugares de España y de Europa. Aquí vino gente de otras provincias y de otros países como Francia, Suiza e Inglaterra para ver y hablar de estas escuelas, con la finalidad de hacer algo parecido en las zonas rurales de sus países.

    Yo conté por escrito experiencias de aprendizaje vuestras, de cómo aprendíais conceptos de Ciencias Naturales, qué dificultades teníais y como se resolvían esas dificultades. Solo escribí sobre dos experiencias. Por una de ellas me concedieron el Primer Premio Nacional de Innovación Educativa y por la otra el Primer Premio Nacional de Investigación Educativa. Estos dos premios son un reconocimiento a vuestro trabajo, fue deciros: ¡No lo hacéis nada mal!  



        La escuela se moría. Cada vez erais menos. De las últimas cosas que recuerdo una de ellas fue el paseo que nos dimos en junio por dentro del rio. Ya lo había hecho antes, y como a todos les gustó tanto, quise repetirlo con los últimos que estabais en la escuela. A vosotros también os gustó muchísimo. Y aquí pongo esa foto que hice hace muchos años de esa “verguera” cortada. (miro en el ordenador y veo la definición de esta palabra “verguera”: Nombre que se da al sauce en algunas zonas de la provincia de Ávila en España). Es una foto que me parece muy bonita y que solo la asocio con el rio de La Hija de Dios. Esta foto es una diapositiva y alguna vez os la enseñé y uno de vosotros me dijo que parecía que la verguera estaba echando sangre.

        En los últimos años de estar abierta la escuela el Ministerio de Educación mandaba mucho dinero para material. Había libros de Texto de muchas editoriales y de casi todos o todos los cursos y no me suena que los alumnos tuviesen que comprar libros. También había una biblioteca de cuentos y libros de lectura, clasificados por edades. Había casi doscientos libros y esos los leíais en casa. Había material escolar de todo tipo: para matemáticas, para lectura, para ciencias sociales, para naturales, para todo. Lo único que faltaba eran niños.

        Una de las últimas cosas que recuerdo es cuando fuimos a por ramos para tenerlos almacenados y poder encender la estufa en invierno. Ya me habíais enseñado que los ramos se cortaban muy bien cuando tenían flores. Y en esa época me fui varios días por la tarde, cuando terminaba la escuela, con los seis que quedabais y los traíamos arrastrándolos con una cuerda. La polvareda era muy grande y eso era muy divertido.


        A finales de curso vino un inspector y me dijo que cerraban la escuela, que hiciese un inventario y se lo entregase al secretario de las escuelas de Solosancho. Cuando todos mis papeles estaban ya para mi destino en Ávila, me enteré de que no cerraban la escuela. Todavía estuvo abierta dos años más.

        Y así se cierra un capítulo importante no, importantísimo en mi vida personal y profesional. De todo lo que aprendí aquí, con vosotros y de vosotros, se beneficiaron todos los niños a los que di clase en Ávila durante otros quince años.

        Este libro lo he escrito para mi, para disfrutar con mis recuerdos y también lo he escrito para vosotros, para:

        Forete – Jesús Galán – Manolo – José Antonio – Josete – Jesús (de Marce) – Tomás – Adolfo – Luisito – Jesús (de Carmela) – José Luis (Cachirulo) – Julito – José Luis (Parri) – Juan Carlos – Andrés – Juli (hermano de Parri) – Carlos (hermano de Luisito) – Rosi (hermana de Luisito y Carlos) - Angelines (hermana de Forete) – Angelines (hermana de Elena, Azucena,…) - Carlos (mi hijo) – Emilianín – Juanjo – Samuelín – Carlos (de la Nones)- Lourdes – Sagrario – Charito – Rosi – Tere – Elena – Angelines – Azucena – Carmen – Fernando – Angelines (hermana de Julito) – Nieves (hermana de Jose Luis) - Raul – Alfonso – Héctor (hermano de Forete) - Loli (hermana de Juan Carlos) – Yoli (hermana de Jose Antonio) – Rocío – Javi (hermano de Luisito) – Nieves – Yoli (hermana de Loli y de Nieves ) - Angelines (sin hermanos) – David – Moncho (mi hijo) – Angelito – Maria José – Fernando - Oscar – Javi (de Teresita) – Laura – Toño – Jesús (hermano de Javi) – Héctor.

        Y a todos ellos, a todos, incluso a los que se me han olvidado, si es que se me ha olvidado alguien, ¡¡¡gracias!!!, gracias por haber podido disfrutar de lo mejor de vuestras vidas, por haber podido disfrutar de vuestra infancia.


Y estos son los últimos alumnos con los que disfruté en mi escuela, en La Escuela de la Hija  de Dios.

Javi - Laura - Fernando - Jesús - Toño y Héctor