lunes, 29 de junio de 2020

Mis abuelos maternos. Recuerdos.


MIS ABUELOS MATERNOS
RECUERDOS
         El abuelo Isidoro era alto, delgado, con una cara muy agradable. Era una cara amable, cariñosa, sonriente. Siempre llevaba una gorra de visera, como las que uso yo. Quizá la elección de mi tipo de gorra venga de él, de perpetuar en mi inconsciente algo de él para que no haya muerto del todo.
         Yo era muy niño. Por las noches, antes de acostarme el abuelo me contaba un cuento. El que recuerdo era el del lobo y los 7 cabritos; sobre todo el pasaje en que el lobo metía la pata en harina para que se le pusiera blanca y al enseñarla por debajo de la puerta, los cabritos creyesen que era su madre. Todo transcurría sentado en sus rodillas, en la cocina, en una cocina oscura, iluminada por una débil bombilla, con la abuela en el rincón al lado de la placa de cocinar, con su aire triste y resignado.
         Es un recuerdo vago pero muy querido y muy entrañable para mí.  Yo debía tener 5 ó 6 años. Eran las fiestas del pueblo y por la noche había “pólvora” (fuegos artificiales). Tengo la imagen de ir agarrado de la mano del abuelo Isidoro camino de la plaza. La “pólvora” de entonces eran unas ruedas sujetas a unos palos que la “pólvora” hacía girar y girar. Yo miraba aquello con ojos de asombro y con un cierto temor, pero la mano de mi abuelo me daba protección y seguridad.
Tendría sobre 9 ó 10 años cuando visité la fábrica de cemento ASLAND en Villaluenga de la Sagra (Toledo). Allí trabajaban dos de mis tíos y el abuelo. Solo me acuerdo de un gran taller, lleno de correas de transmisión que iban desde un larguísimo eje que estaba en lo alto, hasta las máquinas que estaban en el suelo y que manejaban los obreros. Recuerdo al abuelo, con su martillo en la mano y su cara tan agradable, con aquella eterna sonrisa. El abuelo estaba en mangas de camisa, era el herrero, su trabajo consistía en hacer piezas para las máquinas que se estropeaban. Siempre que he visto trabajar a un herrero a la vieja usanza, con el martillo, el yunque y las tenazas, me he acordado de mi abuelo, y me he sentido orgulloso de ser el nieto de un herrero.
Mi abuelo Isidoro era un hombre que amaba andar y andaba mucho, muchísimo. Iba de Villaluenga de la Sagra a Toledo y volvía en el día; total eran unos 44 ó 45 kilómetros andando. Cuando salía de trabajar, siendo yo un niño de 8 ó 9 años, me llevaba a pasear hasta la Cruz del Galleguito. Íbamos hablando cosas, me imagino que las cosas de las que pueden hablar un niño y su abuelo. La cruz del Galleguito era una piedra sobre el suelo, donde murió un gallego que vivía en el pueblo. Yo no le veía nada de especial, ahora que soy un anciano sí que se lo veo. Esas cruces son lugares donde perviven en el recuerdo el alma y el espíritu de personas que ya murieron, y que a veces conocimos y otras no. Yo ahora, cuando llego a la Cruz del Galleguito me encuentro con el alma de mi abuelo y de otras personas con las que allí fui y que ya abandonaron este mundo: mi madre, mi tío Pablo, mi tía Pili. Pero también me encuentro con el Galleguito, un alma perdida, desconocida, pero al fin y al cabo, un alma.
Tenía sobre 13 ó 14 años. Era por la mañana. El abuelo me dijo que si nos íbamos dando un paseo hasta Yuncler, un pueblecito cercano. Le dije rápidamente que sí porque pasábamos por delante de la casa de Carolina, una niña de mi edad que me gustaba mucho, de la que estaba enamorado con esos amores de jovencito en los que solo con verla ya se daba uno por satisfecho. Y allá nos fuimos el abuelo y yo. Ya no recuerdo si vi a la jovencita o no, pero sí me acuerdo del abuelo, de sus alpargatas con las que andaba tan ligero, de su compañía, de su voz suave y sosegada y de su mirar hacia los lejanos horizontes de la Sagra. De la niña que estaba enamorado no me acuerdo, de quien sí me acuerdo es del abuelo. Y yo me pregunto e intento recordar ¿Cuándo me enamoré del abuelo?
         Nunca tuve mucho trato con la abuela Soledad. Su sordera hacía muy difícil la comunicación con ella. La recuerdo vestida de negro, con su mandil también negro o de un gris muy oscuro, con su moño y sobre todo recuerdo los besos que me daba cuando llegaba a su casa y cuando nos marchábamos. No me daba un beso o dos, me daba un montón de ellos. Me besaba como nadie me ha vuelto nunca a besar.
         Cuando murió el abuelo, a los 86 años, y me volvía para Madrid, la abuela Soledad me dijo que le llevase a la niña, a mi hija, para conocerla. Mi hija tenía sobre 5 ó 6 meses. A las dos o tres semanas la llevé, pero cuando llegué me enteré que la abuela había muerto. Nadie me avisó de su fallecimiento. Me dio mucha pena que no conociese a mi hija, a su bisnieta, a la única que habría conocido.
         El abuelo Isidoro y la abuela Soledad siempre estuvieron juntos. Tuvieron seis hijos, les tocó vivir la guerra civil y compartieron todas las tristezas y todas las alegrías. Compartieron todo. A sus 86 años, que eran muchos para el 1969, el abuelo llegó de su paseo diario; no se encontraba bien y se acostó. A la mañana siguiente estaba muerto. La abuela no lloraba, suspiraba y decía ¡Ay Dios mío! Cuando ya me había marchado para Madrid y sus hijos se estaban despidiendo para irse a sus casas le dio una especie de trombosis. Ya no se levantó de la cama y a los 15 días ella murió, tenía 82 años. El médico dijo: Se ha muerto de pena. El abuelo Isidoro y la abuela Soledad compartieron todo. Hasta la muerte la compartieron.


domingo, 21 de junio de 2020

Avila - El Rastro.


AVILA - EL RASTRO
El Rastro fue el lugar principal de mis juegos de niño, de mis paseos de adolescente y de adulto y uno de esos lugares que siempre me ha parecido maravilloso incluso después de haber visitado lugares que se encuentran entre los más hermosos del planeta. La verdad es que para mí el Rastro también se encuentra entre esos lugares, entre los lugares más hermosos de la Tierra. ¿Cabe un paseo más bonito que uno que tenga a un lado una muralla románica magníficamente conservada y al otro un dilatado valle al que, muy a lo lejos, cierran unas montañas?
En las peñas del Rastro me acostumbré a subir por las rocas. En ellas se desarrolló mi imaginación y la de mis compañeros de juegos. Allí, en lo alto, había una cabaña; más abajo estaba el caballo con dos sillas, aunque la mejor era la delantera; más allá estaba el tobogán por el que nos deslizábamos después de echar abundante tierra para ir más rápidos; el tobogán era un sitio que tenía un encanto especial ¡se bajaba tan bien! Pero tenía un inconveniente y era que se rompían los pantalones con el roce, y si bajábamos sólo rozando los pies la velocidad era mucho menor con lo que la emoción y el encanto disminuían.
Después de muchos, muchísimos años, mis nietas, de 4 y 6 años, han estado en el tobogán. Han subido a lo más alto y, sin que las dijese nada, se les ha ocurrido tirarse por el tobogán al igual que lo hacíamos los niños hace más de 50 años. No cabe duda que la forma de la roca invita a tirarse resbalando por ella.
Desde unas rocas era accesible un pequeño hueco en la muralla. En ese hueco guardábamos los tesoros, tesoros que juntábamos entre los niños y que consistían en algún cromo, alguna chapa de una bebida un poco rara, alguna cuenta de un collar roto, una punta para jugar al hinque, alguna bola de barro o de china y alguna cosita más por el estilo. Con esos tesoros queríamos emular a los piratas que guardaban maravillosos tesoros en islas secretas y cuyo paradero estaba señalado en mapas muy difíciles de interpretar.   Y ya casi al final del Rastro, o casi al principio según por donde se considerase el inicio, estaban el avión y la silla del rey. Nos sentábamos en el avión, echábamos tierra y el polvo era el humo del motor y empezábamos a volar hacia cualquier parte; todo el cielo era para nosotros. La silla del rey era un lugar más soso. Casi nunca jugábamos allí. No había a nada que jugar pues un rey no se estaba sentado.
         Ahora estos lugares están vacíos de niños, los niños de ahora no necesitan imaginar casitas, aviones, coches, camiones, ni nada por el estilo, porque los tienen en los parques y en muchos rincones de su urbanización o en rincones de la ciudad. La imaginación no se utiliza  porque ahí está la realidad. Ya no soy niño ni lo podré volver a ser; tampoco puedo sentir o imaginar lo que siente un niño de ahora frente a la casita, el cochecito o el avión que está en el parque; pero aquella imaginación que teníamos que usar los niños de entonces me ha servido para apreciar la belleza de muchas cosas aparentemente simples, sencillas. Cosas simples y sencillas que se transforman en maravillosas por la fuerza de nuestra ilusión, porque la imaginación ve ilusiones.
         ¡Qué bonito era jugar a hacer polvo! Era uno de nuestros juegos favoritos, era como jugar a la guerra, a la guerra que veíamos en las películas, guerra en la que siempre triunfaba el bueno y en la que nadie moría pues, aunque dijeran que el malo había muerto no era verdad, luego le volvíamos a ver en otra película. Eran guerras en las que sólo había humo y ruido. Pero había un inconveniente: si había alguna persona mayor sentada cerca nos regañaba y teníamos que dejar de jugar, por eso aprovechábamos los ratos en que no había nadie cerca.
         ¡Cuánto me ha gustado y me gusta pasear por el Rastro! ¡Cómo me gustaba y me gusta escuchar los vencejos al final de la primavera y comienzos del verano! ¡Cómo me gustaba y me gusta ir caminando lentamente y contemplar las maravillosas puestas de sol que se ven desde aquí! La amplitud del cielo, la amplitud del horizonte, hace de este lugar uno de los mejores para ver un soberbio espectáculo siempre igual y siempre diferente. A mi nieta Alicia, que ahora tiene 4 años, también le gusta mucho ver las puestas de sol; se queda callada, mirando y de repente dice: ¡Mira abuelo, el cielo está de  todos los colores! ¡Está rojo, rosa, azul, gris! ¡Y hasta está verde! Los niños aprecian muy bien la belleza de las cosas.
         Pero además del Rastro Grande está el Rastro Chico. Cuando era niño y jovencito allí estaba el viejo edificio de la Biblioteca que durante el verano prestaba libros para leerlos en el jardín. Yo tenía muy pocos libros en mi casa, casi nadie los tenía, y los de esta biblioteca fomentaron y saciaron mi afición a la lectura. Durante el verano iba casi todas las mañanas a leer allí. Me sentaba en un banco y leía y leía: primero cuentos, luego, cuando fui creciendo todas las novelas de Emilio Salgari y cuando crecí más todos los libros de historia y de arte. ¡Con qué agrado recuerdo muchas de aquellas lecturas!
Las novelas de Salgari me parecían maravillosas, era un mundo fantástico de aventuras en lugares remotos, y todo había que imaginárselo pues no había ninguna ilustración. Cuando he sido mayor, muy mayor, y he podido viajar a alguno de esos lugares que imaginaba, he sentido una gran emoción al ver que  mis sueños eran realidad, que al fin he logrado ver lo que de niño había imaginado y que era casi tal como lo había imaginado; y desde esos lugares exóticos y lejanos he recordado el Rastro, y me he visto allí sentado, a la sombra de un árbol, leyendo e imaginando, al tiempo que oía cantar un verdecillo y veía al levantar la cabeza el valle Amblés y la sierra del Zapatero.
Y todo esto ocurrió en el Rastro Chico, a la sombra de los castaños de indias y de las acacias de bola; y al arrullo del agua que caía en la fuente.

Ángel Rodríguez Cardeña

jueves, 18 de junio de 2020

Carta que nunca mandé

CARTA QUE NUNCA MANDÉ

         Hola.
            Todos los días espero un mensaje tuyo. Pero no llega. La verdad es que no hay ningún motivo para recibirlo, no tienes por qué contestar. Lo busco porque lo deseo.  A mi manera te deseo, deseo verte, oír tus palabras, escuchar tu risa. Deseo acariciarte, rozarte con mis dedos. Pero no es posible, y lo único que puedo tener son tus palabras. Por eso las deseo.
         Hoy te recuerdo mucho, y en un intento de no estar siempre pensando en ti he salido a pasear, pero mi alma enseguida se escapaba contigo.
            Hoy ha sido un precioso día de otoño. Paseaba por jardines de hojas otoñales, cálidas. Y tú decías: ¡qué belleza, que hermosura! Y yo miraba y buscaba esa belleza y esa hermosura, pero solo veía la tuya.
            Y hoy he querido embriagarme de ti, y he releído varios versos de Pablo Neruda. Y los he leído con calma… y con sentimiento. Son unos versos bellísimos, y por y para ti escogí especialmente estos:
Yo te recordaba con el alma apretada
de esa tristeza que tú me conoces.
Entonces, ¿dónde estabas?
¿Entre qué gentes?
¿Diciendo qué palabras?
¿Por qué se me vendrá todo el amor de golpe
cuando me siento triste, y te siento lejana?

            ¿Y por qué no te acercas un poco y así escuchas mi adiós?

Ángel Rodríguez Cardeña

Paseándonos por el bosque de Sajambre


Papá me ha mandado una foto tuya. En estos días te veo especialmente guapa y preciosa. La naturaleza está bellísima en esta época del año, en el otoño, y creo que se pone tan bonita porque tiene celos de ti y quiere competir en belleza contigo, pero no, no le sirve de nada. Tú sigues ganando.  
         Estoy en Asturias, emborrachándome de la belleza de su naturaleza. Tu foto la tengo en mi teléfono que uso como cámara y así siempre estás presente.
          Y en estos bosques, y en estos lugares pienso en ti. Bueno, no es que pensase en ti, lo que ocurre es que en muchos momentos estás conmigo y hablamos de lo que vemos y yo disfruto viendo tu cara y tus ojos al tiempo que saboreamos este paisaje tan maravilloso. Los colores de aquí saben a caramelo.
            De vez en cuando paramos para pasear y para sentir el frescor y la caricia del aire. Y en el bosque de Sajambre es uno de los lugares en donde paramos. Y paseando vemos unos árboles con barbas. Son los primeros que vemos y nos quedamos mirándolos con atención.
         ¿Y cómo es que tienen barba?, me preguntas. Y el árbol que estaba más cerca nos contestó: Hoy se ha retrasado la peluquera que viene a cortarnos la barba.
          Nos quedamos sorprendidos, pero no nos duró mucho la sorpresa porque enseguida apareció una pequeña duendecilla y empezó a cortarle la barba.
         Pero como había tantos árboles vinieron más duendecillos, peluqueras y peluqueros, para tardar menos. Y en un pispás dejaron a los árboles sin barba, les dejaron todos guapos y elegantes.
         Y no solo les cortaron las barbas, sino que también les maquillaron, les limpiaron las uñas y les dieron un poco de colorete. ¡Y qué bonito se quedó el bosque!
          Ahora en el otoño los bosques de hayas están maravillosos. Son magia en estado puro. Y sí, hemos disfrutado mucho, porque en medio de la magia corrías, te escondías detrás de un árbol y aparecías sonriente y te reías y reías. Jugábamos al escondite y me era muy difícil encontrarte pues tus ojos verdes se confundían con los verdes que también hay en el bosque. Y después de jugar al escondite nos fuimos a buscar setas, setas de caramelo y chocolate, que son las que hay en estos momentos en que todo es más dulce. Y así pasamos la tarde, en un lugar maravilloso, en un lugar mágico, en un lugar de ensueño.          
         Y todo esto sucedió en el bosque de Sajambre, un bosque que se llenó de magia, sueños y encantos solo con pensar en ti.
                  
Abuelo Ángel.
Ángel Rodríguez Cardeña

A orillas del río Miño


A ORILLAS DEL RIO MIÑO
         Estoy en Ourense y voy hacia Tuy siguiendo lo más posible la orilla del río Miño, donde todo es una borrachera de un maravilloso paisaje. Es un paisaje amable que endulza y suaviza el alma. Todo es un contemplar sereno, sin sobresaltos, pero no es un contemplar monótono. La belleza del lugar siempre es la misma, pero se manifiesta con nuevos matices, con nuevos colores, que son una delicia para el espíritu. Paro mi automóvil muchas veces a lo largo de este recorrido y doy un pequeño paseo solo para contemplar.  Paseo lentamente para poder mirar más y más tiempo. Y si a la ida veo una cosa, a la vuelta veo otra. Pero no es extraña esta borrachera de paisaje, pues estoy en la zona del vino de Ribeiro.
         Y el paisaje no solo son los campos, los cultivos y el río. También son las pequeñas aldeas, las casas perdidas en medio del campo. Siento un especial cariño por unas y otras. De ellas emana un algo que impregna todo el paisaje, quizá ese algo sea el alma profunda del pueblo gallego. Hombres y mujeres que trabajaron y vivieron aquí, que aquí soñaron, que aquí tuvieron sus ilusiones, sus desengaños y sus sufrimientos. Hombres y mujeres que tuvieron que emigrar para poder comer, pero que siempre llevaron en su alma el recuerdo de la tierra que les vio nacer y a la que siempre desearon volver. Quizá por eso esta tierra sea tan acogedora para el espíritu, quizá muchos de esos hombres y mujeres no pudieron volver, pero su espíritu sí que volvió y es el que nos recibe a los que por aquí venimos y lo hace de esa manera tan dulce y tan amable. Tan dulce y tan amable como es el alma del pueblo gallego.
         El Miño transcurre tranquilo. Parece que no se mueve, que todo se ha paralizado, que hasta el tiempo se ha detenido. Pero si nos fijamos bien vemos que todo se va moviendo tal como se mueve la vida día a día: sin pausa, sin descanso, sin vuelta atrás. Y este descanso y esta tranquilidad permite disfrutar de las pequeñas cosas: de ese grupito de árboles, de esos hórreos en los que se esconde el fruto de la tierra, de aquellas casitas que se reflejan en el agua, de tantas y tantas cosas como va acariciando el Miño.
         El Miño es un río que va a dar a la mar, que en este caso no es el morir. Y no es el morir porque va al país de los atlantes, de los gigantes que sujetan la tierra, los que recogen el sol todas las tardes por el oriente y le vuelven a llevar hacia occidente por donde tiene que salir todas las mañanas. Y estos atlantes cogen el agua del Miño y la devuelven a su nacimiento al igual que hacen con el sol. Y el agua que recorre una y otra vez los mismos lugares ya sabe por donde tiene que ir más deprisa, donde se tiene que remansar, donde tiene que ser como un espejo y donde tiene que enamorar. El río Miño es un río que enamora, enamora los sentidos y sobre todo enamora el alma.


Ángel Rodríguez Cardeña