LAS CRUCERAS y el EMBALSE DEL BURGUILLO
No suelo ir habitualmente por esta carretera, pero el embalse del Burguillo tiene para mis unas resonancias afectivas muy grandes, aunque algunas inexplicables.
Este lugar fue el primer sitio a donde vine de niño de excursión con el colegio, y donde me bañé por primera vez fuera de Ávila. Aquí vine con la abuela Carmen, de merienda, y fue la última vez que lo hice. Fue una de esas meriendas que hacíamos en el campo, llevando las cosas de casa: tortilla de patatas superjugosa, como solo la sabía hacer ella, filetes empanados y de postre sandía o melón, y para beber vino con gaseosa. ¡Me acuerdo muchas veces de la abuela Carmen!
Es la primera vez que estoy en este lugar, y me da la impresión de que he venido muchas veces en mi vida. Por este caminito veo a Carlos y a Moncho caminar para bañarse en el embalse ¿Y por qué veré esto si nunca han estado aquí ni yo tampoco? Quizá hace varias vidas estuve en este lugar que era un mundo de felicidad, y esa felicidad quiere volver con la imagen de mis hijos cuando eran niños, cuando todos éramos felices, o quizás mi deseo de ser feliz crea imágenes y recuerdos que nunca existieron y así la felicidad está conmigo.
Los almendros están en flor. Suavemente la luz de la tarde va cayendo. Y esa suavidad se trasmite al agua, y al cielo, y de rebote a todo lo demás. La belleza suave permanece más tiempo, el amor suave entra más lentamente, pero tarda mucho en marcharse, y a veces nunca se marcha. Miro la suavidad de los azules, del azul del cielo y del azul del agua, y esa suavidad me lleva a la suavidad de algunas miradas y a la suavidad de manos que alguna vez me acariciaron.
El sol se oculta rápidamente, y rápidamente cambia la luz y cambia el color. La languidez y suavidad de un lento atardecer contrasta con la rapidez y brusquedad del ocaso. El atardecer es como un dulce adagio, el ocaso es como un brusco presto o prestísimo que nos agita el alma y nos deja como sin saber qué ha ocurrido.