LA EXPLANADA DE SAN VICENTE
Cuando era niño los jardines de San Vicente no existían. Sólo había la explanada de San Vicente. No es que fuéramos o estuviéramos mucho allí los niños, pero era un lugar en el que ocurrían o se hacían determinadas cosas que sólo se hacían allí.
Era el lugar ideal para jugar al fútbol. No había por todo el centro otro lugar mejor. Nadie nos reñía si nos poníamos a jugar y la pelota no se iba demasiado lejos. El campo era el comprendido entre dos cubos de la muralla, las porterías, hechas con las carteras o con la ropa, estaban en los cubos. Jugábamos en las zonas más llanas siempre y cuando no estuvieran ocupadas por chicos mayores, aunque la verdad es que casi nunca teníamos problemas. El verdadero problema de jugar al fútbol era que casi nunca teníamos una pelota o un balón. Los balones de cuero no los habíamos visto, conocíamos de su existencia, pero solamente de oídas. Balones de goma había pocos y como se rompían con facilidad, los niños que los tenían o ya los tenían rotos o sus padres no se los dejaban sacar para que no se les rompiesen. Entonces no se regalaban balones ni juguetes por los cumpleaños ni nos los compraban porque sí, y los juguetes que había tenían que durar mucho tiempo, como casi todas las cosas. Total, que jugábamos poco al balón y más de una vez con pelotas de trapo que enseguida estaban deshechas.
En verano los vencejos abundaban en San Vicente. Debían hacer sus nidos en los huecos de las murallas y siempre había muchos. Había momentos al atardecer que se formaban grandes bandadas que volaban casi en círculo pasando una y otra vez muy próximos a la muralla. Los niños cogíamos piedras y se las tirábamos todos a la vez cuando pasaba la bandada, en un intento de matar algún pajarito. Lo hacíamos porque sí, por pasar el rato, porque a alguno se le ocurría, porque cuando el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo. Afortunadamente para los vencejos nunca conseguimos dar a ninguno.
Pero el gran acontecimiento que ocurría en San Vicente era que allí se ponían los caballitos en las fiestas de la Santa. Las atracciones se ponían siempre en el mismo lugar.
Por la parte que daba a la calle San Segundo y a la Avenida de Portugal, casi cerrando la explanada, se ponían las casetas de tiro. En cuanto fui un poco mayorcito, 10 - 12 años empecé a tirar a las bolas de anís, A las tiras de papel que tenían cigarrillos o botellitas de licor no tiré nunca, a los muñecos que pasaban tampoco, era muy difícil darles, y sólo me entretenía en mirar. La verdad es que lo que más hacía era mirar, sólo me daban dinero los domingos y encima me daban poco, y claro, enseguida se acababa. Había que pensar mucho en qué gastarlo pues no daba para todo, ahora yo diría que no daba para casi nada.
En las proximidades de la muralla se colocaban las barcas. Las barcas de balancín que había que saber empujar para que subieran muy alto. Yo nunca subí muy alto, nunca sobrepasé la tabla donde estaban sujetas, subir más alto me daba miedo. Las niñas y las chicas no subían o si lo hacían siempre estaban sentadas para que no se les viesen las piernas, (de verse las bragas ni se hablaba) Esas barcas han desaparecido de las atracciones feriales de por aquí y sólo las he vuelto a ver en Francia, a mis 60 años, en las ferias de los pueblitos, allá por los Castillos del Loira.
Y en medio de ese corro estaban los coches eléctricos, en los que no monté hasta que fui mayor, la ola, los caballitos de sube y baja, los aviones y el güitoma (unos asientos con cadenas que se elevaban al girar). Mientras estaban las atracciones los niños pasábamos casi todas las tardes por allí; yo las tenía al lado y me pillaban casi de paso al salir del colegio. Y aquellas tardes los niños íbamos de una atracción a otra, de una caseta a otra y hablábamos y mirábamos. Y no nos daba pena no poder montar, (había cosas en las que ni se nos ocurría pensar) allí imaginábamos y soñábamos con lo bien que lo pasaríamos el domingo cuando tuviésemos dinero. Las luces, la música, el movimiento, los colores, … creo que a partir de entonces entraron a formar parte de mis sueños.
Aún recuerdo una atracción, y de esto hace más de 68 años, en la que una mujer que estaba encerrada en una jaula se transformaba en gorila. No sé como lo hacían. Todos los niños hablábamos de ella y cada uno explicaba a su manera el truco.
Pero dentro de las fiestas de la Santa había una fecha mágica: cuando se aproximaban Los Santos. Entonces quedaban pocas atracciones y eran muy baratas. El domingo o los domingos próximos a esas fechas iba con mi padre a la feria y como era muy barato nos montaba muchas veces a mí y a mi hermana. Casi nos hartábamos a montar, que ya es decir para un niño. Mientras dábamos vueltas él leía el periódico. Yo creo que no llevaba la cuenta de las veces que montábamos, pero al final pagaba lo que hubiese costado montar una o dos veces en los primeros días.
La explanada de San Vicente era el campo del honor de los niños de los alrededores. Allí tenían lugar nuestros duelos, nuestros desafíos. Yo no recuerdo bien como empezaba aquello, pero el caso es que uno de los niños decía: mañana por la tarde tenemos desafío con los de la carbonería, o con los de San Segundo, o con los del Corralón. Y allí nos presentábamos todos. Los dos bandos nos poníamos frente a frente, a una distancia prudencial y alguien empezaba a tirar piedras, piedras que previamente habíamos amontonado o guardado en los bolsillos. Y así estábamos, tirando piedras a los otros y esquivando las que ellos nos tiraban hasta que una piedra daba bien a algún niño y éste se ponía a llorar. Entonces se daba por terminado el desafío. Si la pedrada era en la cabeza y el niño se caía al suelo entonces los del bando contrario salíamos corriendo a todo correr, muertos de miedo por si le hubiésemos hecho una herida muy grande y los guardias fuesen a nuestras casas. A mí nunca me dieron ninguna pedrada, pero yo di una vez a un niño en la cabeza y le empezó a salir sangre. Yo no quería ir a mi casa porque estaba seguro que los guardias irían a buscarme. Aquella fue la última vez que participé en un desafío.
Y ahora que escribo ésto me viene a la memoria la pelea de patatas que hicimos en el patio del colegio cuando estaban tirando el seminario viejo y haciendo el nuevo colegio Diocesano. El almacén donde guardaban las patatas estaba abierto. No sé ni como ni porqué el caso es que empezamos a tirárnoslas. Alguien le dio a Juan Luis Cabana un patatazo en un ojo y el pobre muchacho tuvo que estar en cama unos pocos días. Cada vez que le fui a ver tenía el ojo de un color diferente, pero siempre predominaba el negro. Cuando volvió al colegio aún le tenía de colorines. Estos sucesos me animaron a no participar más en estos juegos. Esta última pelea ocurrió cuando tenía unos 12 años. Y aquel niño al terminar el curso desapareció de Ávila. Nunca más he vuelto a saber nada de él. Se fue, pero no se fue del todo porque aún queda su recuerdo; a veces, cuando paso por delante de la casa donde vivía me acuerdo de él. ¿Por qué será?
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