martes, 1 de abril de 2025

Recuerdos: En una gran ciudad

 

EN UNA GRAN CIUDAD

        Voy en un viaje organizado. Hemos estado visitando unos pocos monumentos. El autocar nos deja donde están las tiendas que quieren visitar la mayoría de los viajeros. Quedamos en volver dentro de una hora a este mismo lugar. Yo no voy a comprar, yo voy a pasear.

        Intento pasear tranquilamente, pero en esta calle hay mucha gente que camina deprisa, que mira los escaparates, que entra y sale de los comercios, que mira y compra en los puestos de la calle. Todo está lleno de tiendas, de comercios, no muy grandes, de una variedad asombrosa: una tienda de teléfonos móviles, una peluquería, al lado una pajarería, luego de ropa de mujer, una frutería, una tienda de tabacos, una zapatería, una librería, una tienda de juguetes, una … una de lo que menos me puedo imaginar.

        Y acompañando a todo ésto, el tráfico. Coches que pitan, que aceleran, que frenan, que se paran, uno que se quiere meter, los otros que no le dejan, peatones que quieren pasar y sortean a los coches… Todo esto es una locura, una locura que miro y miro asombrado, pues no veo ningún accidente.

        Con tanto mirar la calle, los coches y las personas, el tiempo transcurre rápidamente. Vuelvo al punto de encuentro. Me siento en un banco. Vienen tres niños de unos diez años. Morenos, con el pelo negro y unos ojos oscuros preciosos, con esa mirada tan especial que solo tienen los niños. Se acerca el que tiene más cara de pillín y de atrevido. Me mira, me saluda y me ofrece una serpiente de madera por un euro. Le compro dos y le doy los dos euros. Su mirada cambia, y con esa nueva mirada me dice:

        - ¡Te voy hacer un regalo!

        Del bolsillo saca un taco de tiras de cartón, que en realidad son marcapáginas. Cuenta unas pocas y dice:

        - ¡Mira, te regalo diez!

        Le sonrío. Antes de dármelas añade: ¡no, te voy a regalar doce!

        Me las da. Le doy las gracias, añado otra sonrisa y él me dice:

    - ¡Te voy a dar también este otro marcapáginas que es el más bonito que tengo!

        Y me da uno de una tela como dorada.

        Le vuelvo a dar las gracias. Estrecho su mano. Sus ojos y su mirada son una sinfonía de matices. Él se marcha. Yo me quedo esperando a mis compañeros de viaje.

        Pasan solamente unos minutos y vuelvo a ver al niño, que viene corriendo, pero ahora en compañía de tres niñas.

        Reponiéndose de la carrera que se han echado, me dice:

        - Esta es mi hermana y vende muñecos a un euro cada uno.

        Son muñequitos de madera pintados de vivos colores; tienen un cierto parecido con las marionetas. La cara y los ojos de estas niñas son de expectación, de esperanza, de... son una maravilla.

        Compro dos muñecos, los ojos y la cara de la niña se hacen aún más preciosos.

        En ese momento salen mis compañeros de viaje del centro comercial y al ver los muñequitos los miran, hablan con las niñas y se animan a comprarlos. Total, que las tres niñas venden todos sus muñequitos en un pis – pas.

        Subimos al autobús. Los niños nos dicen adiós con sus manos y nos regalan sus caras llenas de alegría. Ellos se van con su dinerito, y tiempo libre para jugar, y nosotros con nuestros muñecos. ¡A veces, que poco cuesta ser feliz!

        Y todo esto ocurre en una gran ciudad del norte de África, pero podía haber ocurrido en otras muchas partes del Mundo.



jueves, 20 de febrero de 2025

Paco y su caminar al trabajo

 PACO Y SU CAMINAR AL TRABAJO

    Paco se despierta aún con sueño, bueno, le ha despertado la mierda del despertador. Se levanta, se ducha, se viste, desayuna y antes de salir se mira en el espejo. Se ve como todos los días. Nada ha cambiado. Quizás alguna arruga más, quizás algún pelo menos, pero lo demás sigue igual.

    Se va dando un paseo a su trabajo. Le gusta disfrutar de la mañana, de la luz, de los sonidos, de los colores y de los olores. Ya no disfruta del tacto de la mañana, pero cuando era niño sí que lo hacía, iba pasando las manos por las paredes y se sabía como eran todas desde su casa al colegio. Pero a la vuelta también lo hacía, y el tacto de las paredes había cambiado, ¿qué había cambiado? No sabía explicarlo, pero algo sí.

    Cuando pasa al lado del almacén de perfumería, le envuelve un olor a violetas y a lavanda. Un poco más allá, en el tostadero de Doroteo, huele a pipas, a cacahuetes y a pistachos. Y siempre está el olor del aire, porque aquí, a esta hora, el aire huele a limpio y huele a sol, al igual que por la noche huele a oscuridad y a luna.

    Y como siempre hace el mismo trayecto, se cruza con casi las mismas personas: con unas jovencitas que van al colegio y que a veces se ríen y llenan el aire de alegría; con las mujeres que barren su puerta y su trozo de acera y hablan las unas con las otras:

        - Anoche oí que llamaban a tu puerta un poco tarde.

        - Si, era mi hijo que se le había olvidado la llave.

        - Ya me imaginé yo que sería algo así.

     Y antes de entrar en la plaza, cuando escucha un taconeo grave y redondo se dice: ya va la jovencita de al lado del mercado a trabajar; y cuando los sábados por la mañana el que escucha es un taconeo más pausado, más agudo y mucho más breve, se pregunta ¿Qué tal se lo habrá pasado Charito esta noche? Y sabe que se llama Charito porque ha oído a otras mujeres del barrio decirle: ¡adiós Charito!.

    Cuando Paco vuelve a casa está lloviendo débilmente. Según va andando se ve solo, en busca de algo, o quizás de alguien que rompiere su soledad. Y esa soledad, y ese buscar un no sé qué que no tenía y que no sabía bien lo que era, lo paseó, por su recorrido de ir a trabajar, durante muchos años. Por la noche, las farolas que eran como esperanzas de futuras alegrías, de futuros momentos dichosos, siempre estaban solas. Nunca se acercó nadie a preguntarle algo, a hablar con él. Él, que sentía tantas cosas, se habría alegrado mucho si hubiere tenido con quien compartirlas.

    En su camino a casa bajo la lluvia suave, alguna que otra gota baja por su rostro y pasa por su boca. Saca la lengua y las saborea. La primera le supo a ilusión, las siguientes a cansancio, a desilusión, a fracaso, … ¡para qué seguir!.

    Seguía andando solo, resguardado por su gabardina. Menos mal que esa gabardina había sido de su padre y algo de compañía le daba. Menos mal que esa gabardina nunca le fallaba.


lunes, 3 de febrero de 2025

Placeres y Odios

 PLACERES Y ODIOS

La verdad es que lo único que odio es el ruido estruendoso, el ruido de esas motos a las que se les ha quitado el silenciador, o el ruido que hay en algunas plazas cuando actúa algún grupo musical, y tienen tan alto el volumen que miro a las paredes de los edificios para comprobar que no vibran y no se van a caer. Y este odio solo lo puedo emparejar con el inmenso placer que siento al recordar los juegos con mis nietas cuando eran pequeñas.

Iba a decir que los ruidos y chillidos de los niños a sus 3, 4, 5 y más años eran para mi odiosos y sumamente agradables a la vez. Pero eso es falso, porque solamente son agradables, muy agradables.

Mi nieta Alicia se subía al tobogán, se sentaba en el borde y se ponía a dar patadas en la rampa de deslizamiento. Si no le decía nada, ella gritaba:

- ¡Abelo, mira!

Yo le respondía:

- ¡Pero chica! ¡Que eso no se hace!

Y ella se reía y reía. Y Elena se incorporaba al juego, y algún que otro pequeño se autoinvitaba a la diversión y todo el jardín rebosaba de ruido y de alegría. De una alegría ruidosa o de unos ruidos alegres, que no sé bien cual escoger.

Y cuando jugábamos a hacer ruido nos poníamos los cuatro, Elena, Alicia, Lidia y yo a hacer una ristra de botes vacíos de bebidas, atándolos con una cuerda, y los llevábamos arrastrando por donde hiciesen más ruido. Rápido teníamos acompañamiento, y cuando nos marchábamos, o jugábamos a otra cosa, los instrumentos los reutilizaban otros niños. Y así el ruido y la alegría continuaban en el parque.

¿Y cómo voy yo a odiar ese ruido? ¿Y cómo no voy a disfrutar del ruido alegre y de la alegría del ruido?

Ángel Rodríguez Cardeña..