PLACERES Y ODIOS
La verdad es que lo único que odio es el ruido estruendoso, el ruido de esas motos a las que se les ha quitado el silenciador, o el ruido que hay en algunas plazas cuando actúa algún grupo musical, y tienen tan alto el volumen que miro a las paredes de los edificios para comprobar que no vibran y no se van a caer. Y este odio solo lo puedo emparejar con el inmenso placer que siento al recordar los juegos con mis nietas cuando eran pequeñas.
Iba a decir que los ruidos y chillidos de los niños a sus 3, 4, 5 y más años eran para mi odiosos y sumamente agradables a la vez. Pero eso es falso, porque solamente son agradables, muy agradables.
Mi nieta Alicia se subía al tobogán, se sentaba en el borde y se ponía a dar patadas en la rampa de deslizamiento. Si no le decía nada, ella gritaba:
- ¡Abelo, mira!
Yo le respondía:
- ¡Pero chica! ¡Que eso no se hace!
Y ella se reía y reía. Y Elena se incorporaba al juego, y algún que otro pequeño se autoinvitaba a la diversión y todo el jardín rebosaba de ruido y de alegría. De una alegría ruidosa o de unos ruidos alegres, que no sé bien cual escoger.
Y cuando jugábamos a hacer ruido nos poníamos los cuatro, Elena, Alicia, Lidia y yo a hacer una ristra de botes vacíos de bebidas, atándolos con una cuerda, y los llevábamos arrastrando por donde hiciesen más ruido. Rápido teníamos acompañamiento, y cuando nos marchábamos, o jugábamos a otra cosa, los instrumentos los reutilizaban otros niños. Y así el ruido y la alegría continuaban en el parque.
¿Y cómo voy yo a odiar ese ruido? ¿Y cómo no voy a disfrutar del ruido alegre y de la alegría del ruido?
Ángel Rodríguez Cardeña..
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