AVILA - EL GRANDE
El Grande era el centro de Ávila, era
la plaza más importante y como estaba muy cerca de la casa de mis padres yo
jugué mucho allí. Además, cuando empecé a estudiar el bachillerato e iba al
Colegio Diocesano, pasaba por ella casi todos los días al ir o al volver del
colegio.
¡Se me agolpan los recuerdos del
Grande! ¡Son tantos!
Recuerdo
las cucañas en las fiestas de la
Santa, cucañas que me gustaba mucho mirar y a las que nunca
me atreví a intentar subir.
Me
parece que era en las fiestas de la
Santa cuando me entusiasmaba con Chacolí, el muñeco
protagonista del teatro de marionetas, y gritaba con todos los demás niños lo
que nos mandaba ese muñeco u otro cualquiera. También durante las fiestas de la Santa ponían cine al
anochecer y los niños nos poníamos por detrás del telón y veíamos la película
sin que nadie nos agobiase. Los fuegos artificiales eran allí, como siempre los
fuegos artificiales eran la ilusión y la fantasía hecha colores. Eran
diferentes de los fuegos de ahora; eran fuegos sujetos a unos palos y
normalmente eran ruedas que giraban y giraban y cambiaba el color de los
cohetes.
De
vez en cuando, algún domingo, tocaba la banda de música, y los niños
correteábamos mientras los mayores escuchaban; yo a veces también escuchaba.
¡Cuántas veces he jugado en la arena a
las bolas! Había dos juegos, uno era el guá; el otro era jugar a las bolas y
consistía en poner unas bolas de barro en los vértices de un triángulo y que
había que dar con otra bola de china o de cristal (las de acero eran rarísimas
y casi nadie las tenía). Las bolas las comprábamos en los puestos que había en
los arcos de los soportales. En aquellos puestos comprábamos todas las
chucherías que había entonces. ¡Cuánto dábamos de sí los céntimos que teníamos!
Unos céntimos de pipas, regaliz, una bolita de chicle, un pirulí (un caramelo
de color rojo en forma de cono), un martillo (un caramelo como el anterior,
pero con forma de martillo), regaliz de palo y unas cuantas chucherías más pero
no muchas.
Cuando llegaba el buen tiempo (mayo, junio)
jugábamos a las chapas. Jugábamos a la vuelta ciclista. Hacíamos carreteras por
la tierra y por allí iban las chapas de los escasos refrescos que había. Las
chapas eran un tesoro dada su escasez. Por aquellas fechas era la Vuelta Ciclista a España y las
noticias de la radio nos debían animar a emular con nuestras chapas las grandes
hazañas de Trueba, Langarica, Bahamontes, Loroño, Poblet, etc.
La Palomilla era otro lugar de juego. La Palomilla era el
monumento de la Santa
con unas barras y unos pivotes no muy altos alrededor. De pequeño no jugaba
allí porque los mayores lo ocupaban todo y las distancias eran muy grandes para
mí. Recuerdo una vez que intentamos jugar como los mayores, me caí y me di un
buen golpe en las rodillas. Debía llorar
bastante y una señora se acercó y me dijo:
-
Los hombres no lloran, aunque se vean con las
tripas en la mano.
Y
yo la contesté:
-
Sí, pero yo no soy un hombre. Yo soy un niño.
Empecé
a ir al bar Pepillo desde que era muy pequeño. Allí iba algunas tardes, a mis
6-7 años, con mi abuela y mi tía a ver las actuaciones de algunas cantantes. Me
parecían unas mujeres muy guapas. Me enamoré de una que tenía el pelo rubio y
muy largo, de la forma que se puede uno enamorar a esa edad.
¡Cuántos ratos he pasado mirando el
escaparate y por la puerta de Casa Guerras para ver los animales disecados! ¡Me
parecían tan bonitos!
Y luego esos rincones, esos lugares que
no tenían nada de especial, pero que constituyen como el decorado de un
escenario en que transcurrió gran parte de mi vida, lugares llenos de
recuerdos, de pinceladas emotivas:
-
Los leones de las esquinas del espacio central y de los bordes de las escaleras,
donde nos resguardábamos cuando hacia aire y frío. Y allí, apretaditos como
gorriones o como pollitos, los niños hablábamos de nuestras cosas.
-
Los taxis que estaban en la parte opuesta a los soportales, debajo de la arena,
o junto a la muralla, a los que tocábamos un momento la válvula de las ruedas y
creíamos que les habíamos quitado el aire.
-
Los bares a los que entrábamos a pedir: “Por favor, me puede dar un vaso de
agua”. Y esos bares eran Pepillo, el Águila, el Oro del Rhin, la Viña, Piquio y algún otro más
cuyo nombre ya no recuerdo.
-
La pastelería del Buen Gusto, que estaba en la calle Estrada, junto a Piquío,
donde de muy tarde en tarde me compraban una berlinesa.
-
El reloj de la relojería, Kaiser que indicaba el momento de ir a casa o que aún
podía seguir un rato más jugando o paseando por allí.
-
Las carteleras de los cines, de obligada visita los domingos y a las que miraba
con frecuencia casi todos los días porque soñar e imaginar lo bonitas que
podían ser las películas no costaba nada.
-
Ya en la calle San Millán estaba Casa Calvo, el de las pipas, el de las mejores
pipas de Ávila, que tenía dos canarios en la puerta, uno blanco y otro
amarillo, y que yo miraba y miraba siempre que pasaba por allí. ¡Me gustaban
tanto los canarios! ¡Tenía tantas ganas de tener uno en mi casa!
-
Y ya de mayor, a los 14, 15 años pasear por el Grande para ver a las chicas que
me gustaban: Marivi, las Palentinas, Amalia, y otras de las que nunca supe ni
su nombre. Era pasear una y otra vez y cada vez que nos cruzábamos las miraba.
¡Eso era todo! ¡Con las chicas no se hablaba! ¡Ya iría con ellas cuando fuese
mayor!
-
Los carritos de los helados que se ponían en el verano en la arena. Helados que
sólo comía los domingos, cuando me daban unos céntimos o una peseta de propina.
Todavía viven algunos de los hombres y mujeres que los vendían cuando yo era
niño. Ya son unos ancianos.
-
Casa Teto, el único lugar de Ávila donde vendían periódicos y donde más cuentos
y tebeos había. Cuando había colecciones de cromos era donde casi todos los
niños los comprábamos y a su puerta nos reuníamos espontáneamente para
cambiarlos. Yo entraba a comprar los cromos, pero eso no era muy frecuente. El
olor de los periódicos o de la tinta, no sé bien a qué olía, lo tengo muy
metido, pues todos los domingos, y creo que muchos sábados, entraba con mi
padre y mi abuelo a comprar el Pueblo y el ABC.
De
jovencito empecé a leer el ABC. Sobre todo leía la primera página interior, que
muchas veces era una especie de comentario literario o artículo de opinión
sobre cosas muy variadas. Recuerdo vagamente uno en el que se hablaba de los
jóvenes que llegaban a Madrid no como lugar de paso, sino como lugar donde
buscar un trabajo cómodo y estable, lejos del ideal aventurero que según el
autor debían tener los jóvenes.
Recuerdo
muy especialmente un artículo, cuyo autor y cuyo título desconozco, que influyó
notablemente en mí. Me parece que era un comentario sobre un poeta o pensador,
y allí leí unos párrafos que me impactaron, que nunca jamás he olvidado y que
muchas veces he tenido en cuenta a la hora de actuar. Más o menos aquellos
párrafos decían así:
“Toma
lo que se te ofrece cada día por sencillo que sea y ponle amor”
“La
vida se nos da, y nos la merecemos dándola”
Estas
frases, y otras del Evangelio, son las que más han influido en mi vida. Y todo
esto lo recuerdo ahora que estoy escribiendo sobre el Grande, sobre una época
en que yo era niño.
Hoy
ya no se llama casa Teto. Sólo las personas mayores lo conocen por ese nombre,
y yo que ya soy más mayor que joven no sé llamarle de otra manera, y además no
sé cómo se llama. Todavía los niños actuales, los del 2010, se siguen reuniendo
a su puerta para cambiar los cromos repetidos.
La
vida, los hechos, las emociones y los sentimientos humanos son siempre los
mismos o muy parecidos. Aquí en el Grande también ocurre eso.