UN VIEJECITO.
Yo
tenía sobre 10 u 11 años. Algunas mañanas, cuando iba al colegio me cruzaba con
un viejecito antes de atravesar el arco de la catedral. Le recuerdo con su
cuerpo menudo, algo encorvado, vestido de oscuro, con una gorra de visera como
la que llevaba mi abuelo Isidoro y con un gran mostacho blanco. Andaba
despacio, tranquilo, como solían andar los ancianos en aquella época. Debía de
venir de la Casa de las Carnicerías, la que mandó construir Felipe II, pues en
la mano llevaba un envoltorio en el que a veces se veía un trozo de carne o de
tocino. Siempre que me cruzaba con él le miraba; a veces, cuando iba por la
acera de enfrente, me paraba para mirarle más tiempo. No sé por qué lo hacía,
pero aquel anciano tenía un cierto atractivo para mí, sentía como una cierta
conexión espiritual con él. Para mi irradiaba ternura y bondad. A mí me daba
pena verle tan solo, con su pequeño envoltorio y andando tan despacito. Nunca
supe quién era, ni donde vivía, ni qué había sido, ni nada de él. Fue una de
esas almas que se cruzó en mi camino y nada más. Y a mis 74 años ¿por qué me seguiré acordando de él?
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