martes, 21 de julio de 2020

Un viejecito


UN VIEJECITO.
         Yo tenía sobre 10 u 11 años. Algunas mañanas, cuando iba al colegio me cruzaba con un viejecito antes de atravesar el arco de la catedral. Le recuerdo con su cuerpo menudo, algo encorvado, vestido de oscuro, con una gorra de visera como la que llevaba mi abuelo Isidoro y con un gran mostacho blanco. Andaba despacio, tranquilo, como solían andar los ancianos en aquella época. Debía de venir de la Casa de las Carnicerías, la que mandó construir Felipe II, pues en la mano llevaba un envoltorio en el que a veces se veía un trozo de carne o de tocino. Siempre que me cruzaba con él le miraba; a veces, cuando iba por la acera de enfrente, me paraba para mirarle más tiempo. No sé por qué lo hacía, pero aquel anciano tenía un cierto atractivo para mí, sentía como una cierta conexión espiritual con él. Para mi irradiaba ternura y bondad. A mí me daba pena verle tan solo, con su pequeño envoltorio y andando tan despacito. Nunca supe quién era, ni donde vivía, ni qué había sido, ni nada de él. Fue una de esas almas que se cruzó en mi camino y nada más. Y a mis 74 años ¿por qué me seguiré acordando de él?

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