RECUERDOS: LA
ESCUELA Y EL COLEGIO
Empecé
a ir a la escuela a los 6 años, que era la edad a la que comenzaban
a ir entonces los niños. Mi primera escuela fue la escuela de
Nuestra Señora del Carmen, de la que era maestro Don Emiliano
Bernabé. Era un maestro grande, imponente. Tenía una nariz
redondeada que me llamaba mucho la atención.
En
la escuela, que era una sala muy grande, estábamos los niños de
todas las edades, desde los 6 años hasta los 12 ó 14 de los
mayores. Este es el edificio tal como estaba
en el 2023.
Cuando yo iba sólo tenía una planta. Las ventanas y la puerta están
en el mismo lugar que cuando era mi escuela.
Nada
más entrar nos acercábamos a su mesa y soltábamos un saludo que
era como una retahíla, pues tanto las preguntas como las respuestas
las hacíamos nosotros
¡Buenos
días D. Emiliano! ¿Está usted bien? (pregunta
mía)
Yo
bien, muchas gracias. (respuesta
de D. Emiliano)
¿Ha
descansada usted bien? (pregunta
mía)
Yo
he descansado bien gracias a Dios. (respuesta
de D. Emiliano)
¿Y
usted? (pregunta de D.
Emiliano)
Yo
también bien, muchas gracias (respuesta
mía)
Como
se ve tanto la pregunta como la respuesta la decíamos nosotros.
Ahora me resulta curioso, entonces lo veía como normal.
Luego
cada uno se iba a su sitio y se preparaba para leer, pues era lo
primero que se hacía cada mañana. En aquella escuela aprendí a
leer; recuerdo que mi libro de lectura era el Catón Moderno; es un
libro que nunca he vuelto a ver a pesar de los intentos que he hecho
por encontrarle.
Después leí en otros libros: Glorias Imperiales y
Cien Figuras Españolas. ¡Cómo se me quedaron grabadas las imágenes
del primer libro! Calcábamos los dibujos de Hernán Cortés a
caballo luchando en la batalla de Otumba, de Pizarro haciendo una
raya en el suelo, del Cid en la jura de Sta. Gadea, etc., los
pegábamos sobre cartón y luego los recortábamos para jugar con
ellos. He vuelto a ver ese libro después de 70
años y aún me eran familiares aquellos dibujos.
En la escuela
estábamos niños de diferentes edades; en muchas ocasiones los
mayores nos daban clase a los pequeños y había algunos que nos
chantajeaban, diciéndonos que o les dábamos cromos o alguna que
otra chuchería o le decían a Don Emiliano que no sabíamos hacer
las cosas o que no queríamos; por miedo a que el maestro nos pegase
con la palmeta accedíamos a los chantajes. Y ahora que hablo de
pegar recuerdo que tenía varias palmetas para darnos con ellas en la
palma de la mano cuando no te sabías la lección o hacías alguna
pequeña travesura; cuando la travesura no era pequeña no pegaba con
la palmeta, pegaba con una ancha correa que tenía colgada en la
pared. Sólo vi pegar una vez con la correa y fue a un chico mayor
que nos mandó a los pequeños que le llevásemos sentado en un banco
a hombros, así lo hicimos, pero el banco se partió y se descubrió
que nos había obligado a hacer eso; todavía me acuerdo de la paliza
que le pegó. Hoy pienso que aquel castigo era una salvajada y
totalmente desproporcionado. En el recreo salíamos a una placita que
había delante de la escuela, a veces jugábamos al cinturón
escondido, pero yo no quería porque los mayores pegaban muy fuerte.
A
la salida nos poníamos todos firmes y con el brazo levantado
cantábamos el Cara al Sol o el Himno Nacional. Hacer eso debía ser
obligatorio en todas las escuelas. Afortunadamente, de aquel intento
de adoctrinamiento no queda nada; por lo menos yo no soy consciente
de ello.
A
los 9 años dejé la escuela y fui al Diocesano, para hacer Ingreso y
luego el Bachillerato.
Todos
los niños íbamos y veníamos solos de casa al colegio y del colegio
a casa; a penas había coches y no había ningún peligro. Cuando era
pequeño, y por las mañanas, o cuando iba con el tiempo muy justo,
iba por la catedral, calle de los Leales y plaza de Italia.
Casi
siempre me cruzaba con las mismas personas, sus caras ya me eran
familiares; recuerdo un viejecito con el que me cruzaba en el arco de
la catedral, nunca supe quien era, pero muchas veces su imagen me ha
venido a la memoria ¿por qué ocurrirá esto? La forma de las
piedras de las aceras también me era familiar, no eran lisas, eran
humanamente onduladas. De los dos grandes olmos de la plaza de Italia
aún queda uno.
Cuando
fui creciendo empecé a ir por las mañanas por el Mercado Grande
para ver a las chicas que iban al Instituto en dirección contraria a
la mía y a las que iban a las Nieves y a las Teresianas. No es que
me gustase ninguna en particular, pero me gustaba verlas.
A
partir de los 13 años empecé a ir por las tardes, tanto al ir como
al volver, por el Rastro. Cuando tenía 15 años todos los sábados
me compraba un cigarrillo en el Chico y me lo iba fumando por el
Rastro, pues por allí no iba casi nadie y así no me veían y no se
lo decían a mis padres. Además del cigarrillo, en aquella época me
gustaba una chica con la que me cruzaba siempre por la calle
Caballeros; nos mirábamos y nada más; nunca supe como se llamaba.
Por las tardes un grupo de amigos y compañeros regresábamos a casa
por el Rastro, viendo los atardeceres; muchas veces nos parábamos a
mirarlos. Recuerdo un atardecer en el que todo el cielo estaba de un
rojo fuerte, los que íbamos nos parábamos a mirar tan extraño
atardecer y a elucubrar por qué el cielo estaba de ese color. Sólo
en muy contadas ocasiones he vuelto a ver un cielo de ese color.
En
el colegio tuve muchos profesores. Me acuerdo de casi todos. De Don
Aureliano, del padre Eugenio, de Don Jesús y del padre Emilio
conservo muy buen recuerdo. Del padre Bernardo, de Don Argimiro, del
padre Agapito, de Don Marcelino, de Sánchez Merino, del padre
Tenaguillo y del padre Fernando mi recuerdo no es bueno ni malo. Del
padre Mariano y del padre Barrena mi recuerdo es francamente malo; el
primero me pegó muchas veces por no saber hacer las traducciones de
Latín, daba unas bofetadas que en ocasiones casi nos tiraba al
suelo, y eso que ya teníamos 13 años, era un bestia. El segundo
tenía la mala costumbre de ridiculizar a los alumnos delante de toda
la clase y eso dolía más que las bofetadas del padre Mariano. Lo
bueno que tuvieron estos dos personajes es que de ellos aprendí muy
bien lo que nunca había que hacer con los alumnos; es algo que mis
alumnos tienen que agradecerles a ellos indirectamente.
Hay
una cosa que no se me ha olvidado del colegio: la manía que le tenía
a Gutiérrez (Guti). Me caía muy mal por nada especial. Era un niño
al que tenía manía porque sí, por esa característica que tienen
los niños de ser muy crueles algunas veces sin motivo aparente.
Vivía por San Roque. Un día fuimos otro niño y yo detrás de él y
cerca de su casa empezamos a tirarle piedras porque sí, porque había
que hacerle la puñeta, porque había que fastidiarle lo más
posible, porque se merecía que le tirásemos piedras porque tenía
cara como de tonto y como de triste. Le di con una piedra en la
cabeza y él se cayó al suelo llorando. Yo me asusté mucho y salí
corriendo hacia mi casa. Todo el día estuve muy asustado pensando en
que a lo mejor iba la policía a mi casa porque a lo mejor le había
hecho una herida muy grande. Cuando al día siguiente le vi en el
colegio con un pequeño esparadrapo suspiré aliviado. Ni yo le dije
nada ni el me lo dijo a mí. A partir de aquel momento no me volví a
meter con él nunca más. Es más, creo recordar que hasta dejó de
caerme mal. Aquel niño se marchó de Ávila y nunca jamás he vuelto
a saber nada más de él. Desde aquí, desde mi casa, cuando han
pasado 65
años de aquel suceso le pido perdón, aunque quizá el nunca lea
estas frases, pero es la única manera que tengo de paliar aquella
enorme injusticia.
¡Qué
bien me lo pasaba en el recreo! ¡Qué largo se me hacía! Allí
jugábamos y jugábamos a lo que tocase. Digo a lo que tocase por que
en cada época del año jugábamos a una cosa, aunque ya no recuerdo
bien a que época correspondía cada juego. Jugábamos al peón o
peonza, al hinque, a la taba, al frontón, al baloncesto, a los
spuknits, a las bolas, a las chapas,…
A
mis 10 años no sabía bailar bien el peón y como jugábamos en
grupos a mi me escogían de los últimos, que era cuando se escogía
a los peores. Esa situación no me gustaba y empecé a ensayar yo
solo cuando salíamos del colegio hasta que conseguí jugar como los
mejores. Todos mis compañeros se quedaron asombrados de cómo había
progresado.
El
hinque fue un juego de cuando estudiaba 1º, 2º y 3º de
bachillerato. En aquellos años estaban tirando el seminario viejo y
construyendo el nuevo colegio. Las vigas del viejo edificio eran de
madera y tenían unos clavos enormes de grandes que eran ideales para
jugar al hinque. Era un juego que a todos los niños nos gustaba
mucho.
El
frontón fue mi juego favorito cuando fui mayor (14, 15, 16 años) Yo
jugaba muy bien pero estaban los internos de la Moraña que también
jugaban muy bien. Unas veces les ganaba yo y otras ellos, excepto a
Dávila que siempre me ganaba; bueno el ganaba a todos, era el que
mejor jugaba del colegio. Recuerdo que como las pelotas de frontón
eran muy caras aprendía a hacerlas. Mi padre me enseñó a cortar la
badana exterior haciendo unas plantillas y a coserla después con
punto pelota. Ningún otro chico sabía hacer las pelotas tan bien
como yo.
En
1957, los rusos tiraron el primer satélite artificial: el sputnik.
Rápido salio la moda de jugar a los sputniks. A una cerilla se le
ponía en la cabeza un poco de papel de plata, se encendía por abajo
y el capuchón de papel de plata salía lanzado hacia arriba. Para
poder quemar la cerilla sin quemarnos los dedos había que ponerla en
unos alambres o en artilugios que nos inventábamos.
Cuando
nevaba la gran diversión eran las grandes peleas de nieve. Nos
repartíamos de forma más o menos equitativa y empezábamos a jugar.
Había un código no escrito por el que estaba prohibido apretar
mucho las bolas y tampoco se podía tirar a la cara directamente
aunque sí a la cabeza. A mí me gustaba mucho jugar a las “boleas”.
El otro gran juego eran las ronchas o pistas de patinar que hacíamos
en el suelo. Como éramos muchos a veces las hacíamos muy largas y
siempre había varias.
Los
jueves por la tarde no había clase. Los internos del colegio iban a
los campos del Seminario y allí jugábamos al fútbol, al baloncesto
o a juegos que se nos ocurrían a nosotros. Una de las cosas que más
nos gustaba era hacer casetas entre las piedras y allí nos metíamos
a hablar; era como nuestra casa o nuestro rincón particular. El
fútbol y el baloncesto siempre me gustaron poco; cuando jugué
siempre fue por no quedarme solo sin hacer nada.
En
el mes de junio en lugar de ir al Seminario íbamos al Soto, a la
pesquera y al puente de madera y nos bañábamos en el río. A mis 12
años me puse mucho rato al sol y me pillé una insolación. Desde
entonces me ha vuelto a dar otro par de veces y en verano siempre
tengo que llevar un gorro.
Cuando
era mayor, a mis 15 – 16 años, el padre Bernardo nos mandaba
ayudarle a misa en el recreo a Manuel Ballesteros y a mí. No sé por
qué pero el caso es que nos entraba una risa horrible en cuanto nos
mirábamos. Yo me tenía que morder y clavarme las uñas para
contener la risa. El padre Bernardo nunca nos dijo nada, sólo que
optó porque le ayudase uno solo a misa: unas veces Ballesteros y
otra yo.
No
sé por qué, pero el caso es que mis amigos del colegio dejaron de
serlo cuando terminé. Nos llevábamos muy bien, nos entendíamos a
las mil maravillas, no discutimos por nada, pero el caso es que
nuestra amistad se esfumó. Mis grandes amigos del colegio, de los
que conservo un gratísimo recuerdo eran los hermanos Rodríguez
(Jose Luis, Miguel Angel y Javier), Gaudencio, Manuel Ballesteros,
Manolo Rodríguez Prado, Mariano Gutiérrez Rojas y Mariano Taberna
Bosque. ¡Qué lástima que acabase tan hermosa y desinteresada
amistad!