martes, 28 de marzo de 2023

La princesa que vino del otro lado del mar

     LA PRINCESA QUE VINO DEL OTRO LADO DEL MAR

            Y vino de allá, del otro lado del mar, pero venía de paso, venía para marchar a otros lugares. Y nos daba tanta pena que se marchase, que se fuese de aquí, que empezamos a tratarla como a una princesa, como a una princesa de los pemones, de los yanomamis, de los waraos o de los aimarás. 

        Y entonces empezaron a salirle trozos de su alma de princesa y nos enamoró a todos. Y hoy comparte nuestras alegrías, aminora nuestras penas y nos acompaña en todo lo cotidiano.

        ¡Qué suerte tenemos de tener entre nosotros a una princesa que vino del otro lado del mar!

sábado, 11 de marzo de 2023

Recuerdos: La escuela y el colegio

RECUERDOS: LA ESCUELA Y EL COLEGIO

     Empecé a ir a la escuela a los 6 años, que era la edad a la que comenzaban a ir entonces los niños. Mi primera escuela fue la escuela de Nuestra Señora del Carmen, de la que era maestro Don Emiliano Bernabé. Era un maestro grande, imponente. Tenía una nariz redondeada que me llamaba mucho la atención.

    En la escuela, que era una sala muy grande, estábamos los niños de todas las edades, desde los 6 años hasta los 12 ó 14 de los mayores. Este es el edificio tal como estaba en el 2023.

     Cuando yo iba sólo tenía una planta. Las ventanas y la puerta están en el mismo lugar que cuando era mi escuela.

    Nada más entrar nos acercábamos a su mesa y soltábamos un saludo que era como una retahíla, pues tanto las preguntas como las respuestas las hacíamos nosotros

  • ¡Buenos días D. Emiliano! ¿Está usted bien? (pregunta mía)

  • Yo bien, muchas gracias. (respuesta de D. Emiliano)

  • ¿Ha descansada usted bien? (pregunta mía)

  • Yo he descansado bien gracias a Dios. (respuesta de D. Emiliano)

  • ¿Y usted? (pregunta de D. Emiliano)

  • Yo también bien, muchas gracias (respuesta mía)

    Como se ve tanto la pregunta como la respuesta la decíamos nosotros. Ahora me resulta curioso, entonces lo veía como normal.

    Luego cada uno se iba a su sitio y se preparaba para leer, pues era lo primero que se hacía cada mañana. En aquella escuela aprendí a leer; recuerdo que mi libro de lectura era el Catón Moderno; es un libro que nunca he vuelto a ver a pesar de los intentos que he hecho por encontrarle.

     Después leí en otros libros: Glorias Imperiales y Cien Figuras Españolas. ¡Cómo se me quedaron grabadas las imágenes del primer libro! Calcábamos los dibujos de Hernán Cortés a caballo luchando en la batalla de Otumba, de Pizarro haciendo una raya en el suelo, del Cid en la jura de Sta. Gadea, etc., los pegábamos sobre cartón y luego los recortábamos para jugar con ellos. He vuelto a ver ese libro después de 70 años y aún me eran familiares aquellos dibujos.

     En la escuela estábamos niños de diferentes edades; en muchas ocasiones los mayores nos daban clase a los pequeños y había algunos que nos chantajeaban, diciéndonos que o les dábamos cromos o alguna que otra chuchería o le decían a Don Emiliano que no sabíamos hacer las cosas o que no queríamos; por miedo a que el maestro nos pegase con la palmeta accedíamos a los chantajes. Y ahora que hablo de pegar recuerdo que tenía varias palmetas para darnos con ellas en la palma de la mano cuando no te sabías la lección o hacías alguna pequeña travesura; cuando la travesura no era pequeña no pegaba con la palmeta, pegaba con una ancha correa que tenía colgada en la pared. Sólo vi pegar una vez con la correa y fue a un chico mayor que nos mandó a los pequeños que le llevásemos sentado en un banco a hombros, así lo hicimos, pero el banco se partió y se descubrió que nos había obligado a hacer eso; todavía me acuerdo de la paliza que le pegó. Hoy pienso que aquel castigo era una salvajada y totalmente desproporcionado. En el recreo salíamos a una placita que había delante de la escuela, a veces jugábamos al cinturón escondido, pero yo no quería porque los mayores pegaban muy fuerte.

    A la salida nos poníamos todos firmes y con el brazo levantado cantábamos el Cara al Sol o el Himno Nacional. Hacer eso debía ser obligatorio en todas las escuelas. Afortunadamente, de aquel intento de adoctrinamiento no queda nada; por lo menos yo no soy consciente de ello.

    A los 9 años dejé la escuela y fui al Diocesano, para hacer Ingreso y luego el Bachillerato.

    Todos los niños íbamos y veníamos solos de casa al colegio y del colegio a casa; a penas había coches y no había ningún peligro. Cuando era pequeño, y por las mañanas, o cuando iba con el tiempo muy justo, iba por la catedral, calle de los Leales y plaza de Italia.

    Casi siempre me cruzaba con las mismas personas, sus caras ya me eran familiares; recuerdo un viejecito con el que me cruzaba en el arco de la catedral, nunca supe quien era, pero muchas veces su imagen me ha venido a la memoria ¿por qué ocurrirá esto? La forma de las piedras de las aceras también me era familiar, no eran lisas, eran humanamente onduladas. De los dos grandes olmos de la plaza de Italia aún queda uno.

    Cuando fui creciendo empecé a ir por las mañanas por el Mercado Grande para ver a las chicas que iban al Instituto en dirección contraria a la mía y a las que iban a las Nieves y a las Teresianas. No es que me gustase ninguna en particular, pero me gustaba verlas.

    A partir de los 13 años empecé a ir por las tardes, tanto al ir como al volver, por el Rastro. Cuando tenía 15 años todos los sábados me compraba un cigarrillo en el Chico y me lo iba fumando por el Rastro, pues por allí no iba casi nadie y así no me veían y no se lo decían a mis padres. Además del cigarrillo, en aquella época me gustaba una chica con la que me cruzaba siempre por la calle Caballeros; nos mirábamos y nada más; nunca supe como se llamaba. Por las tardes un grupo de amigos y compañeros regresábamos a casa por el Rastro, viendo los atardeceres; muchas veces nos parábamos a mirarlos. Recuerdo un atardecer en el que todo el cielo estaba de un rojo fuerte, los que íbamos nos parábamos a mirar tan extraño atardecer y a elucubrar por qué el cielo estaba de ese color. Sólo en muy contadas ocasiones he vuelto a ver un cielo de ese color.


    En el colegio tuve muchos profesores. Me acuerdo de casi todos. De Don Aureliano, del padre Eugenio, de Don Jesús y del padre Emilio conservo muy buen recuerdo. Del padre Bernardo, de Don Argimiro, del padre Agapito, de Don Marcelino, de Sánchez Merino, del padre Tenaguillo y del padre Fernando mi recuerdo no es bueno ni malo. Del padre Mariano y del padre Barrena mi recuerdo es francamente malo; el primero me pegó muchas veces por no saber hacer las traducciones de Latín, daba unas bofetadas que en ocasiones casi nos tiraba al suelo, y eso que ya teníamos 13 años, era un bestia. El segundo tenía la mala costumbre de ridiculizar a los alumnos delante de toda la clase y eso dolía más que las bofetadas del padre Mariano. Lo bueno que tuvieron estos dos personajes es que de ellos aprendí muy bien lo que nunca había que hacer con los alumnos; es algo que mis alumnos tienen que agradecerles a ellos indirectamente.

    Hay una cosa que no se me ha olvidado del colegio: la manía que le tenía a Gutiérrez (Guti). Me caía muy mal por nada especial. Era un niño al que tenía manía porque sí, por esa característica que tienen los niños de ser muy crueles algunas veces sin motivo aparente. Vivía por San Roque. Un día fuimos otro niño y yo detrás de él y cerca de su casa empezamos a tirarle piedras porque sí, porque había que hacerle la puñeta, porque había que fastidiarle lo más posible, porque se merecía que le tirásemos piedras porque tenía cara como de tonto y como de triste. Le di con una piedra en la cabeza y él se cayó al suelo llorando. Yo me asusté mucho y salí corriendo hacia mi casa. Todo el día estuve muy asustado pensando en que a lo mejor iba la policía a mi casa porque a lo mejor le había hecho una herida muy grande. Cuando al día siguiente le vi en el colegio con un pequeño esparadrapo suspiré aliviado. Ni yo le dije nada ni el me lo dijo a mí. A partir de aquel momento no me volví a meter con él nunca más. Es más, creo recordar que hasta dejó de caerme mal. Aquel niño se marchó de Ávila y nunca jamás he vuelto a saber nada más de él. Desde aquí, desde mi casa, cuando han pasado 65 años de aquel suceso le pido perdón, aunque quizá el nunca lea estas frases, pero es la única manera que tengo de paliar aquella enorme injusticia.

    ¡Qué bien me lo pasaba en el recreo! ¡Qué largo se me hacía! Allí jugábamos y jugábamos a lo que tocase. Digo a lo que tocase por que en cada época del año jugábamos a una cosa, aunque ya no recuerdo bien a que época correspondía cada juego. Jugábamos al peón o peonza, al hinque, a la taba, al frontón, al baloncesto, a los spuknits, a las bolas, a las chapas,…

A mis 10 años no sabía bailar bien el peón y como jugábamos en grupos a mi me escogían de los últimos, que era cuando se escogía a los peores. Esa situación no me gustaba y empecé a ensayar yo solo cuando salíamos del colegio hasta que conseguí jugar como los mejores. Todos mis compañeros se quedaron asombrados de cómo había progresado.

El hinque fue un juego de cuando estudiaba 1º, 2º y 3º de bachillerato. En aquellos años estaban tirando el seminario viejo y construyendo el nuevo colegio. Las vigas del viejo edificio eran de madera y tenían unos clavos enormes de grandes que eran ideales para jugar al hinque. Era un juego que a todos los niños nos gustaba mucho.

El frontón fue mi juego favorito cuando fui mayor (14, 15, 16 años) Yo jugaba muy bien pero estaban los internos de la Moraña que también jugaban muy bien. Unas veces les ganaba yo y otras ellos, excepto a Dávila que siempre me ganaba; bueno el ganaba a todos, era el que mejor jugaba del colegio. Recuerdo que como las pelotas de frontón eran muy caras aprendía a hacerlas. Mi padre me enseñó a cortar la badana exterior haciendo unas plantillas y a coserla después con punto pelota. Ningún otro chico sabía hacer las pelotas tan bien como yo.

En 1957, los rusos tiraron el primer satélite artificial: el sputnik. Rápido salio la moda de jugar a los sputniks. A una cerilla se le ponía en la cabeza un poco de papel de plata, se encendía por abajo y el capuchón de papel de plata salía lanzado hacia arriba. Para poder quemar la cerilla sin quemarnos los dedos había que ponerla en unos alambres o en artilugios que nos inventábamos.

Cuando nevaba la gran diversión eran las grandes peleas de nieve. Nos repartíamos de forma más o menos equitativa y empezábamos a jugar. Había un código no escrito por el que estaba prohibido apretar mucho las bolas y tampoco se podía tirar a la cara directamente aunque sí a la cabeza. A mí me gustaba mucho jugar a las “boleas”. El otro gran juego eran las ronchas o pistas de patinar que hacíamos en el suelo. Como éramos muchos a veces las hacíamos muy largas y siempre había varias.

Los jueves por la tarde no había clase. Los internos del colegio iban a los campos del Seminario y allí jugábamos al fútbol, al baloncesto o a juegos que se nos ocurrían a nosotros. Una de las cosas que más nos gustaba era hacer casetas entre las piedras y allí nos metíamos a hablar; era como nuestra casa o nuestro rincón particular. El fútbol y el baloncesto siempre me gustaron poco; cuando jugué siempre fue por no quedarme solo sin hacer nada.

En el mes de junio en lugar de ir al Seminario íbamos al Soto, a la pesquera y al puente de madera y nos bañábamos en el río. A mis 12 años me puse mucho rato al sol y me pillé una insolación. Desde entonces me ha vuelto a dar otro par de veces y en verano siempre tengo que llevar un gorro.

    Cuando era mayor, a mis 15 – 16 años, el padre Bernardo nos mandaba ayudarle a misa en el recreo a Manuel Ballesteros y a mí. No sé por qué pero el caso es que nos entraba una risa horrible en cuanto nos mirábamos. Yo me tenía que morder y clavarme las uñas para contener la risa. El padre Bernardo nunca nos dijo nada, sólo que optó porque le ayudase uno solo a misa: unas veces Ballesteros y otra yo.

    No sé por qué, pero el caso es que mis amigos del colegio dejaron de serlo cuando terminé. Nos llevábamos muy bien, nos entendíamos a las mil maravillas, no discutimos por nada, pero el caso es que nuestra amistad se esfumó. Mis grandes amigos del colegio, de los que conservo un gratísimo recuerdo eran los hermanos Rodríguez (Jose Luis, Miguel Angel y Javier), Gaudencio, Manuel Ballesteros, Manolo Rodríguez Prado, Mariano Gutiérrez Rojas y Mariano Taberna Bosque. ¡Qué lástima que acabase tan hermosa y desinteresada amistad!

Oda a la inmortalidad

          Cuando era joven, en mis veinte años, cuando Angelina y yo hacía algún tiempo que salíamos, hablábamos de esta poesía, de esta oda. Ahora la vuelvo a leer y los recuerdos me envuelven. Y ahora, en estos momentos difíciles para ella, se la envío para que también recuerde aquellos momentos en que la hierba  resplandecía para nosotros.

         Se la quise leer en su funeral, en el momento en que metieron sus cenizas en el nicho donde está. Pero no tuve valor para hacerlo, me dio como vergüenza, pero luego, al día siguiente volví solo al cementerio y lo leí en voz alta. Y cosa curiosa, antes de leerlo para ella, lo leí varias veces en voz alta para hacer las pausas correctas dar la entonación adecuada. Era lo último que se me ocurría hacer por ella y quería hacerlo bien.

 Oda a la inmortalidad”.

Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
ni la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerd
o".

..................

William Wordsworth (1770- 1850) fue uno de los más importantes poetas románticos ingleses.

Este poema es el eje de la película Esplendor en la hierba