lunes, 28 de octubre de 2024

Sonsoles

 SONSOLES

Sonsoles era un lugar de verano. Es más, cuando era muy niño, antes de los 10 años, era un día de verano, era el día de la Virgen de Sonsoles. Ese día toda la familia íbamos al arco del Rastro, cargados con la comida y la merienda-cena del día, a coger el autobús que nos llevaba a Sonsoles. Recuerdo como me gustaba ir mirando por la ventanilla y ver las huertas de San Nicolás y los burritos que vuelta a vuelta movían las norias para sacar agua de los pozos, las eras y a la gente trillando – que estaban donde están la actual plaza de toros y el campo de fútbol-, el campo de aviación y la vista que aparecía de Ávila a medida que subíamos la cuesta.

Luego, ya en la ermita, se ponían en una mesa o en el suelo las bolsas con la comida y los niños nos dedicábamos a jugar. Era un lugar maravilloso, todo lleno de niños, con mil lugares que explorar y en los que jugar: la plaza de toros con esos burladeros estrechos, lugar ideal para jugar al dao; las fuentes con los pilones llenos de botellas de vino y gaseosa y toda la variedad de fruta de la temporada, en los que daba un poco reparo jugar con el agua no sea que fuesen a creer que íbamos a coger la fruta; los columpios hechos con una cuerda enganchada a dos árboles próximos; la parte trasera de la ermita con unos almendros bajos, de ramas abiertas, a los que era muy fácil subirse; el interior de la ermita con su cocodrilo, su barco y su avión, que miraba con asombro sin entender muy bien que hacían esas cosas allí; el camarín de la virgen lleno de pies, piernas, brazos y manos de cera, ropas muy diversas y sobre todo un cuadro de unos lobos y que me parecía un lugar misterioso por el que había que andar como de puntillas, y donde se hablaba bajito, susurrando. Y luego lo más bonito. Volver andando (pues las bolsas ya estaban vacías), ya de noche, contando chistes, cantando, alargando la alegría de todo un día alegre.

A partir de mis 10 años Sonsoles dejo de ser lugar de un día para convertirse en el lugar de la avanzada primavera y comienzos del verano. Ya no me acuerdo que niño me enseñó a ir a Sonsoles por el camino viejo, el camino que salía donde está la curva en la que se inicia la cuesta y terminaba enfrente de la entrada principal. Por aquel camino fui muchas veces saboreando la naturaleza.

En los árboles había muchos nidos de los que cogimos mochuelos, cernícalos, tordos, urracas y algún que otra ave más. A estos animalitos los cuidaba y alimentaba en casa hasta que eran grandes y luego los soltaba; en aquel entonces ignoraba que se morirían porque no sabían buscar comida. En una ocasión tiré con mi tirador a un tordo que había en lo alto de un árbol; la piedra no le dio cuando subía, sino cuando empezó a caer; el animal quedó como atontado pero enseguida se recuperó; yo estaba contentísimo con mi pájaro y me lo llevé a casa, lo metí en una jaula y a los pocos minutos el animal empujó la puerta (imagino que de casualidad) y se escapó; me dio mucha pena pues a mi lo que me gustaba era tener pájaros, no matarlos; bueno, la verdad es que nunca maté ningún pájaro, este fue al único que di con el tirador.

Pero el gran tesoro de este camino no eran los pájaros, eran los lagartos. Había muchos lagartos ocelados por todas las rocas. Me encantaba cogerlos con la mano; alguna vez alguno me mordió, pero los dientes no eran muy grandes ni muy afilados. ¡Eran tan bonitos! Antes de regresar hacia Ávila los volvía a soltar para así poder volver a cogerlos otra vez; para mi no tenía ningún sentido matarlos. Cuando no veíamos lagartos que coger nos entreteníamos con las lagartijas. Un niño nos enseñó a hacer unos lazos con unas pajas muy largas y muy finas y con esos lazos enganchábamos a las lagartijas por el cuello; era muy divertido, era como pescar lagartijas; las echábamos en una botella y cuando dábamos por terminada “la pesca” las soltábamos. Así no se acababan y teníamos diversión asegurada siempre que fuéramos por allí.

Cuando tenía 15, 16 años iba a Sonsoles con mis amigos y alguna que otra chica a las que entonces no se llamaba amiga; se decía que eran chicas a las que conocías. Las chicas empezaban a llevar pantalones, pero antes de entrar en la iglesia se tenían que cambiar y poner una falda; el santero no las dejaba entrar en la iglesia con pantalones. Por supuesto que en aquella época ninguna mujer llevaba pantalones, eso sólo era cosa de jovencitas.

Una vez al año, cuando la primavera estaba bien avanzada, todos los chicos del colegio íbamos a pasar el día a Sonsoles. Era un día magnífico: jugábamos a los pucheros a ciegas, a coger un gallo con los pies atados, a echar carreras de velocidad, al chocolate a ciegas y puede que a algún otro juego que ya no recuerdo. Todos los amigos íbamos juntos por la carretera cantando canciones y contando chistes. Lo recuerdo con nostalgia y con alegría. Un año ese día llovía y mi padre me dejó su gabardina; a pesar de la lluvia fuimos a Sonsoles, jugamos y volvimos sin lamentar la lluvia. ¡El disfrute y la ilusión podían con todo!

Uno de los últimos años en que fui a Sonsoles con los amigos nos encontramos allí a unas jovencitas; una de ellas era amiga de mi hermana, las otras eran chicas que conocía de vista y había otra chica rubia, muy guapa, que era de fuera. Todos nos quedamos “enamorados” de esa chica. Recuerdo que había luna llena y volvimos andando por el atajo, los tres chicos que íbamos procurábamos estar el mayor tiempo posible a su lado, y dimos más de un tropezón ya que en vez de mirar al suelo la íbamos mirando a ella. ¡Cualquiera se perdía una cara tan bonita! ¡Cosas que ocurren a los 15 ó 16 años volviendo de Sonsoles con luna llena acompañando a una chica rubia!



viernes, 18 de octubre de 2024

La calle Reyes Católicos y alrededores.

 

La calle Reyes Católicos y alrededores

Esta es mi calle. Esta es la casa en la que viví durante muchos años con mis padres y con mis abuelos, y en la que vivieron mis padres hasta que fallecieron.

¡Cuántas veces me he asomado a esos balcones! ¡Cuántos ratos he pasado en ellos mirando a la gente que pasaba, a las procesiones, a la cabalgata de reyes!

        Aún recuerdo cuando a mis 12 años estuve enfermo de hepatitis y tuve que guardar reposo durante todo el mes de agosto y me entretuve en mirar por el balcón, por el balcón que está a la dcha. de la foto según se mira ésta. Ya conocía a todas las señoras que iban a la compra, sabía a que hora pasaban, sabía a que hora pasaban las chicas y los chicos cuando salían a pasear por la tarde e igualmente sabía a que hora volvían. Y me hacía mucha ilusión ver casi todos los días a una niña, a Amalia, mi amor de niño; una niña con la que sólo crucé algunas palabras pero que fue ese gran amor que se tiene de niño, ese amor tan especial que nunca jamás volverá a repetirse, ese amor que se conforma con ver a la otra persona durante un breve instante y que no necesita de conversaciones prolongadas, es más, no necesita de ellas, porque lo que hay que decir se sobreentiende que la otra niña ya lo sabe, lo entiende y lo comprende.

        Y aún recuerdo las cabalgatas de los reyes Magos. Con qué ilusión recogía aquellas miradas que sólo iban dirigidas a mí; era la mirada exclusiva que me dirigía cada uno de los reyes. Y en esa mirada iba implícito el mandato de acostarme pronto esa noche después de dejar un poquito abierto el balcón, de dejar los zapatos puestos y de dejar un platito con tres trocitos de turrón y un vasito de anís. Y si bonita y llena de ilusión era la cabalgata, más bonito y más lleno de ilusión era el despertar del día de Reyes; ese era el día de la magia pura. En aquellos años (1952 – 1958) los únicos juguetes que recibíamos los niños eran los del día de Reyes.

- ¡Mira, me han traído la pistola que yo quería!

- ¡Me han traído un cine y yo no se lo había pedido!

- ¡Qué cuentos más bonitos me han dejado!

        Nada podía ser feo, nada podía ser rechazado. ¿Cómo rechazar algo que te habían traído los Reyes Magos? ¿Cómo rechazar algo cuando ibas a tardar otro año en volver a recibir un regalo?

        Y después de recibir el regalo había que sacarlo. Si hacía buen día íbamos al Rastro a tomar el sol y a jugar con los juguetes, pero también me temo que había por parte de los adultos un deseo de mostrar los juguetes que tenían sus hijos, y así unos podían presumir de que eran los mejores y más caros y otros para mostrar que aunque sus hijos no tenían los mejores por lo menos tenían algunos. Aunque no lo recuerdo porque a esas edades no te fijas en esas cosas, supongo que habría unos niños que no tenían ningún juguete nuevo.

        La pequeña ermita de las Nieves que veía desde cualquier balcón. ¡Qué recuerdos más entrañables! De vez en cuando había un señor que se ponía a vender jilgueros y que me tenía que decir que me marchase porque me ponía delante de la jaula y me pasaba tiempo y tiempo mirando a los pajaritos. Una vez, cuando tenía sobre 12 años, ahorré la peseta que me daban los domingos y me compré por 2’50 pts mi primer jilguero, que luego resultó ser una hembra, pero eso a mi no me importaba, lo que yo quería era un pajarito y ya lo tenía; era tanta la alegría y la satisfacción que sentía que volví a ahorrar otras 2,50 pts y me compré otro jilguero, esta vez era un macho. Recuerdo que a mi madre no le gustaba nada tener pájaros en casa y mi padre lo metió con el otro y convenció a mi madre para que no le soltase, argumentando que dos pajaritos juntos ensucian lo mismo que uno solo. Después de un tiempo los separamos y el macho cantaba y cantaba y cuando en el buen tiempo le sacábamos a la calle la gente miraba donde él estaba. Y a la hembra, como no cantaba, la quisimos soltar; pero el animalito no se iba de allí; volaba hasta el balcón de enfrente, subía a los cables de la luz a tomar el sol, pero siempre volvía a comer y a beber a su jaula que manteníamos en la calle con la puerta siempre abierta.


        Y también recuerdo al señor de los helados. Era de la Flor Valenciana, y se ponían allí por las tardes de verano, a la hora de la siesta. A veces se ponía un hombre joven, otras una mujer, otras un señor mayor. Otras veces no se ponía un carrito, sino que se ponía un señor con una bici que llevaba delante los helados. Imagino que no sería de la Flor Valenciana, que sería de otra casa. Lo de los helados lo recuerdo porque sí, pero no porque comiese muchos. Eso sólo lo podía hacer los domingos. Los domingos era un día dichoso y afortunado porque comía helados dos veces, una por la mañana con parte de la peseta que me daban de paga, y otra por la tarde, cuando salía de paseo con mis padres e íbamos al Oro del Rhin, un bar del Grande, donde mis padres nos compraban un helado de corte de tres gustos, partido por la mitad, una mitad para mi hermana y otra para mi.

        Y más entrañable que lo de los helados era para mí el nacimiento que se ponía en la iglesia por Navidad, nacimiento que había que pagar por entrar, pero que a los ojos de un niño era una cosa maravillosa y mágica. La entrada era barata, 10 céntimos, y estaba mucho tiempo mirando las figuras. Las miraba tanto que muchas de ellas se me quedaron tan grabadas que ahora, a mis 58 años, aún las reconozco en el nacimiento que ponen en el Mercado Chico. Y si bonitas eran las figuras, la música, los villancicos, que se escuchaban eran más bonitos todavía. Era, y es, la música de la Navidad; era la música que me acompañaba durante todo el día durante todas las navidades, durante la época más maravillosa del año para un niño.


        Y este es el callejón, mi callejón, nuestro callejón, el callejón de los niños que vivíamos por allí. Recuerdo a Fernandito, a Emilito, a Rafa, a José Manuel. Eran los niños que compartíamos aquel rincón. Algunas niñas también, pero en aquella época los niños no podíamos jugar con las niñas porque eso era cosa de mariquitas. Ningún niño sabíamos lo que era eso, pero si los mayores lo decían había que hacerlos caso, pues eso tenía que ser malo.

La tienda de Pardo era una de las tiendas más queridas por mi. Podía ver juguetes durante todo el año, y los juguetes estaban precisamente en los escaparates que daban al callejón. Mirando esos juguetes los niños de esta zona soñábamos con lo que nos podían traer los Reyes o a las cosas que podríamos jugar si los tuviésemos. En aquellos días, como ahora y como siempre, soñar no costaba dinero y era lo que todos nos podíamos permitir.

        Y esta es mi casa vista desde la ermita de las Nieves. La tienda que está cerrada es una tienda entrañable para mí, es la tienda de Doroteo o del tío Murruñaña, como le llamaban algunas personas mayores. Era un señor mayor que tenía muchos gatos en la tienda y toda la tienda estaba llena de sacos de alimentos.

        Vendía dos cosas especiales para mí: el chocolate y los cacahuetes; el chocolate que vendía este señor tenía un sabor especial, no sabía como los otros chocolates; y los cacahuetes también eran especiales, los tostaba en la buhardilla de su casa, que estaba pegando a la mía, y el olor de los cacahuetes tostados envolvía mi casa. Nunca jamás he vuelto a comer unos cacahuetes como los que hacía aquel señor. Y luego las cosas de los niños; como sabíamos que le daba mucha rabia que llamásemos al timbre de la puerta que daba al portal pues llamábamos allí más veces que a ninguna otra casa. Llamar a las puertas de las casas y salir corriendo antes de que abrieran era una de nuestras diversiones favoritas, pero sólo teníamos 6 ó 7 años, porque ¿a qué edad se va a jugar a tocar los timbres si no es a esa?





La calle Reyes Católicos, hacia el Mercado Chico, tenía otros encantos. En primer lugar estaba Casa Guerras, que era una tiendecita que ocupaba parte de un portal, y donde compraba los cromos, donde cambiaba los tebeos, donde iba a cambiar las novelas que leía mi padre y donde me entretenía en mirar los cuentos y tebeos que estaban colocados en la parte con cristales.




Más abajo la carnicería del Resti donde iba con mi abuela y con mi madre a comprar carne y el señor Resti, un señor mayor con bigote siempre me decía algo y siempre me daba un trocito de chorizo que a mí me sabía a gloria. Ya en la esquina la casa de don Agapito, donde iba a comprar los botones que me encargaba mi padre.


Enfrente la tienda de Regalado, donde una vez me compraron una pelota que tenía dibujada una cara, pelota con la que no quería jugar por miedo a que se le borrase. Pasada la placita estaba la ferretería de Olegario, lugar maravilloso lleno de cacharros y trastos que yo veía como el lugar ideal para meterse a explorar en él. Y más abajo la librería de Sigirano, donde compraba las películas de mi cine y donde compré los reyes Magos de mi nacimiento cuando tenía 8 años (compré los reyes Magos porque mi padre me dijo que si quedaba entre los seis primeros de la clase me los compraba; yo no hice ningún esfuerzo especial pero quedé el tercero y mi padre cumplió con su promesa) y cuando tenía 11 años compré el castillo de Herodes por 3 pts.

En la calle que va a la plaza estaba la tiendecilla de la Pura, era una tienda en la que se aprovechaba el hueco de la escalera y era el lugar donde compraba y sobre todo cambiaba los cromos; te los cambiaba a tres o cuatro por uno y todos los niños de Ávila íbamos allí cuando no encontrábamos los difíciles. Y enfrente de la tienda de la Pura, los viernes se ponía una señora de un pueblo a vender ancas de rana, zarzamoras o boruja, todo ello según la época; posteriormente supe que la señora venía de Navaldrinal y para venir venía en el coche de línea pero para volver, como iba de vacío, se iba andando y así se ahorraba lo del coche.

Del Mercado Chico no tengo recuerdos especiales de mi niñez. Lo que sí recuerdo son las verbenas del verano (18 de julio, Santiago, la Ascensión) de cuando tenía 16, 17 y 18 años. Empezaban a las 10 de la noche y terminaban a las 2 ó 3 de la madrugada. Recuerdo como Eduardo y yo íbamos a sacar a las chicas que nos gustaban a alguno de los dos; en otras ocasiones íbamos a sacar a aquellas que nos habían dicho o que sabíamos que se arrimaban. Con lo que sé de adulto me da la risa del concepto de arrimarse que teníamos entonces: un leve roce de un sujetador con relleno era darse un lote impresionante; entonces como ahora “de ilusión también se vive”.


La iglesia de San Juán. Mi parroquia. La iglesia donde dijeron el funeral de Mi madre primero y de mi padre después. La iglesia donde iba de niño con mi madre, con mi tía Isabel, con mi abuela Carmen a las novenas y al rosario. Recuerdo que las letanías del rosario se decían en latín y se respondía “Ora pro nobis” pero yo entendía “ahora por el novio” “ahora por el novio” y me imaginaba que se diría por alguien que se iba a casar, aunque me extrañaba que sólo se pidiera por el novio y nunca por la novia.

También recuerdo la misa de los niños de los domingos que dirigía un maestro que se llamaba Don Gaudencio. Era un señor muy alto y muy grande e imponía un gran respeto. Como yo no iba a su escuela no me ponía con los niños y un domingo me llamó por el altavoz y me dijo que me pusiera allí delante: me dio tanta vergüenza que ya no volví nunca más a su misa.


Recuerdo que jugábamos a cogernos en las escalerillas que daban al Mercado Chico: uno se quedaba y tenía que coger a alguno siguiendo un camino muy determinado: subir por las escalerillas, saltar la barandilla y volver a subir por las escalerillas o hacerlo a la inversa subir por la barandilla y bajar por las escalerillas.

Enfrente de las escalerillas estaba la posada de la Estrella, donde vivía mi compañero de clase y mi amigo Ignacio Chinarro. Un día en clase de Religión, que nos daba el padre Eugenio, en segundo de bachillerato (11 -12 años), tenía este chico los mocos saliéndole de las narices. El padre Eugenio le preguntó;

Chinarro ¿a como vendes la velas?

Chinarro inspiró fuerte por la nariz y los mocos se metieron dentro la la nariz y él dijo:

Se cerró el establecimiento.

El padre Eugenio se moría de la risa.

Y en lo alto de las escalerillas es un puesto en el que vendían cosas para el campo, horcas, azadas, guadañas, collares para las caballerías, abarcas y sobre todo cencerros. Los había de todos los tamaños y a mí me sorprendía mucho cuando los señores que los iban a comprar les hacían sonar y elegían uno u otro, porque inicialmente para sorpresa mía, podía escuchar que su sonido era diferente. Imagino que aquellos hombres elegían uno u otro según las características del animal al que iba a ir destinado.


La plaza de abastos estaba muy cerca. Antes de empezar a ir al colegio debía ir allí casi todos los días con mi madre y mi abuela, pues los niños no íbamos a la escuela hasta los 6 años.  Luego iba en muchas ocasiones a comprar algo que se hubiese olvidado. Era una plaza distinta a la de ahora, era de una sola planta y muy alta, con columnas de hierro; imagino que sería una de esas estructuras metálicas tan frecuentes al principio de siglo.


Recuerdo perfectamente a la pollera, una señora bajita, gordita, vestida de negro y con un moño en la cabeza; mi abuela hablaba mucho con ella y mi madre también. Su recuerdo me resulta agradable. En los días cercanos a la Navidad se colocaban muchos vendedores de pollos vivos alrededor de la plaza; mi madre y mi abuela compraban los pollos unos días antes y los teníamos en casa, en el váter, atada una pata con una cuerda a una silla, alimentándolos con las sobras de la comida, migas de pan y en ocasiones triguillo. A mi me gustaba mucho mirarlos y cogerlos, luego me daba pena ver como les mataban.

Las calles que rodeaban la plaza de abastos también me eran muy familiares. A la peluquería de Pompeyo iba una vez al mes aproximadamente; no me gustaba nada ir pues los pelos se me metían por el cuello y la espalda y me picaban mucho (entonces no había secador de aire para que lo pasasen y se llevase los pelos ni ducha para poder ducharse después de cortarse el pelo).


El zapatero estaba un poquito más abajo; era un señor muy amable que me recibía con una sonrisa; a mi me gustaba mucho mirar como clavaba las puntas con una gran rapidez.




Casa López, que estaba en la esquina, era la tienda de ultramarinos; muchos productos los tenían en cajones o en sacos; el aceite lo echaban con un aparato que me resultaba muy curioso; entonces no había plásticos y todo te lo daban envuelto en papel de estraza; el dependiente principal, Pepe, era un hombre muy amable y muy cariñoso; cuando murió mi madre fue a mi casa a dar el pésame y luego fue a la iglesia al funeral; este hombre era tan popular que mucha gente llamaba a la tienda “casa Pepe”.

Y ahora que hablo de las tiendas me acuerdo del lechero y del panadero, que iban todos los días a dejar la leche y el pan a casa. Tocaban un silbato o el llamador de la puerta del portal y bajábamos con una lechera a por la leche o a recoger el pan. El panadero se llamaba Pedro y tenía el horno por la calle de Santo Tomás. El lechero era de La Aldea del Rey y venía a diario en su carro; era un señor muy serio al que se le murió un hijo a los 20 años, a partir de entonces dejó la lechería. Luego mi madre buscó un nuevo lechero, mejor dicho una nueva lechera, una chica de Martiherrero, muy guapa, de mi edad. Yo estaba estudiando en Madrid y cuando venía en vacaciones siempre bajaba a por la leche o la abría la puerta cuando la empezó a subir a casa. Nos mirábamos pero todo quedó casi en sólo miradas, pues las conversaciones eran muy cortitas. Ella se iba a su pueblo y era imposible que nos viésemos por la calle; lógicamente nunca pudimos charlar ampliamente. El recuerdo aún perdura.

Y estas son cosas que recuerdo sobre todo de mi infancia. Algunas se me habrán olvidado, pero aun así toda la calle Reyes Católicos es, para mí, la más entrañable de Ávila.


viernes, 11 de octubre de 2024

La estación del tren de Ávila.

La estación de Ávila

        La estación del tren de Ávila está profundamente grabada en mis recuerdos. A ella solía venir paseando muchos domingos por la tarde, excepto en el verano, con mis abuelos o con mis padres. Solíamos venir entre las 5 y las 7, a una hora en que venían varios trenes de Madrid o del norte (Bilbao, Gijón, Santander, Irún, Coruña, Vigo). Aquí tenía lugar un acontecimiento asombroso, casi mágico para mis ojos de niño, aquí los trenes cambiaban de máquina. Las locomotoras eléctricas que venían de Madrid se cambiaban por las de vapor y las de vapor que venían del norte se cambiaban por las eléctricas.

Me llenaba de asombro ver como el obrero (me parece que se llamaba factor al que hacía ese trabajo) se colocaba en medio de las vías, junto a los vagones, y esperaba que la máquina se acercase lentamente para engancharla; pensaba que la máquina le podía atropellar, y eso me daba un cierto miedo. Otros operarios iban con unos martillos de mango muy largo golpeando las ruedas y los frenos. Era algo que no sé porqué se hacía, pero eso formaba parte del rito de la estación.

Las máquinas de vapor me parecían como enormes monstruos, echaban humo por arriba, por la chimenea, y por la parte de abajo de ambos lados. Sus ruedas eran grandísimas y todo en ellas me daba sensación de fuerza y de poderío. Veía con cierta envidia a los maquinistas y fogoneros que constantemente estaban viajando y viendo nuevos paisajes y nuevos lugares; de mayor quería ser maquinista para poder viajar mucho y muy lejos, pues Bilbao, Gijón, La Coruña, eran ciudades que estaban muy, pero que muy lejos.

Las máquinas eléctricas eran de otra manera, eran como más domesticadas, como más fáciles de manejar; para mí no tenían el encanto ni el misterio de las de vapor.

Desde entonces, desde que era niño, me ha gustado mucho ir a las estaciones del tren. En muchos países y ciudades, cuando he podido, me he acercado a la estación de ferrocarril para ver los trenes, y siempre me he sentido a gusto, siempre me he sentido como en un lugar muy familiar.

Con bastante frecuencia vengo a pasear a la estación de Ávila. Hoy veo a una niña de 3 ó 4 años que pasea cogida de la mano de su abuela. Va mirando todo: la máquina blanca y gris del tren de mercancías; el tren de cercanías blanco y rojo de dos pisos; el vagón de arreglar el tendido eléctrico; a los viajeros que esperan el talgo; a los que pasean; a los que estamos sentados. Cuando llega el tren, sin soltarse de la mano, se echa un poquito para atrás. Cuando el tren se va dice adiós con su manita, y pone esa ilusión y ese entusiasmo que sólo un niño pequeño puede poner; pero no veo que nadie la devuelva el saludo.

Se encienden las luces. El campo empieza a oscurecerse. Los trenes llegan iluminados y me parecen más fugaces que cuando es de día, me parecen como si fuesen más etéreos, más volátiles, como algo que se escapa fácilmente de entre los dedos, y que al hacerlo deja una sensación agridulce en nuestro interior.


miércoles, 2 de octubre de 2024

San Antonio.

 SAN ANTONIO

        Cuando tenía 10, 11, 12 años aproximadamente, San Antonio se convirtió durante los veranos en el lugar de mis juegos. En una casa que había solitaria antes de llegar al Parque Móvil y en dos chalets que estaban junto a ella, en un descampado, vivían unos niños. Aún recuerdo el nombre de algunos de ellos: los hermanos José Luís y Ángel Farinós; Mari Carmen Burgaleta y su hermano; Carmen; Ana Mari y su hermano Felipe; Florencio y su hermana Juanita; los hermanos Ramón y Margarita; los también hermanos Amalia y Juanjo, Inmaculada y sus hermanas y algún otro niño y niña cuyo nombre ya no recuerdo. Algunos de estos niños vivían en Ávila durante todo el año, pero solamente nos veíamos en el verano. La mayoría venían de Madrid a veranear a Ávila.

        Era muy divertido jugar tantos niños y niñas. Ahora que lo pienso creo que todo el atractivo de aquel lugar y aquellos años era poder jugar con las niñas y hablar con ellas. Jugábamos a todo: al escondite, a pillar, a saltar a la comba, a hacer pozas en los jardines, a contar chistes, a echar carreras de bicis y a… a cosas de niños.

        A todos los niños nos gustaba alguna niña, era como obligado. A mi me gustaban Ana y Margarita, pero me gustaban porque sí, porque me tenía que gustar alguna.

En el mes de agosto venían Inmaculada y sus hermanas. Para los chicos mayores (un año o dos más que yo) Inmaculada era como una diosa, era la encarnación de la belleza, era una chica guapísima, muy elegante y muy bien educada. Y la verdad es que a mí también me lo parecía. Yo me entendía muy bien con ella y cuando jugábamos al escondite por la noche, ella se venía conmigo y me llenaba de satisfacción y orgullo sentir a mi lado a una chica tan guapísima. Recuerdo una noche que estando escondidos detrás de un árbol, junto a la fuente de la Sierpe, dije: ¡Qué cachondeo! (mi intención era decir ¡qué divertido!, pero ¡qué cachondeo! me parecía de más mayor) Entonces ella puso su dedo índice sobre mis labios y me dijo: ¡Eso no se dice! ¡Eso está muy feo! Aún no se me ha olvidado ni lo que me dijo ni, sobre todo, que pusiese sus dedos sobre mis labios, y de eso lo recuerdo ahora, cuando ya soy un anciano.

Alguno de los chicos mayores medio me amenazó y me dijo que no me escondiese tanto con Inmaculada.

Y todo trascurría tranquilo y con normalidad hasta que apareció Amalia, la prima de Ramón y Margarita. En cuanto la vi me quede enamorado de ella, con esos amores que sólo se tienen de niño. Era muy tímida, yo también. Apenas nos veíamos y cuando estábamos juntos apenas hablábamos. Nos mirábamos y ya está. Amalia fue mi gran amor de niño. Nunca la fui infiel, mientras ella era mi chica no me gustó ninguna otra. Sólo venía en verano y entonces me asomaba por la pared del patio de su casa para verla mientras cenaba con sus padres. Sólo con verla ya era feliz. Nunca supe como se apellidaba, ni cuantos años tenía, ni en qué colegio estudiaba, ni qué curso hacía. La perdí la pista allá por mis 15, 16 años, cuando me empezaron a interesar chicas más reales. Nunca supe nada más de ella. Su recuerdo es lo único que queda.

Aquellos amigos y aquellas estancias en el parque de San Antonio se acabaron. No hubo ningún motivo especial, ningún enfado. Nada. Se acabaron porque sí. Pero fue una etapa de tiempo muy agradable en mi niñez.



En la catedral y alrededores.

 EN LA CATEDRAL Y ALREDEDORES

        Durante toda mi niñez he jugado mucho en los alrededores de la catedral de Ávila. En el verano jugábamos a la pelota en la parte norte, donde da la sombra. Jugar a la pelota era todo un dilema, no sabíamos si el guardia que pasase nos iba a decir algo o no; en ocasiones pasaban y nos ignoraban y en otras nos decían que allí no se podía jugar. ¡Era un aliciente más para jugar allí!

        La calle más interesante era la calle de la Muerte y la Vida o calle de la Cruz Vieja. De día no tenía nada de particular, pero de noche esa calle se transformaba en algo terrorífico, en algo espantoso ya que no había ninguna luz y además era la calle de la muerte. Cuando los niños íbamos en grupo nos atrevíamos a pasar por ella de noche, pero íbamos todos juntos y hablando alto, pero pasar solo o pasar dos niños solos ya era otro cantar. De vez en cuando empezábamos a decir a que tú no te atreves, a que yo sí y así estábamos un buen rato pero ninguno pasábamos; sólo algún chico mayor se atrevía a pasar solo y siempre bajo comprobación, pues un grupo se quedaba en la catedral y otro iba al final de la calle, ya casi junto al arco del Grande; después de que el valiente hiciese la travesía, nos juntábamos los dos grupos y se confirmaba que había pasado.

        Otro lugar realmente entrañable son las escaleras de la calle San Segundo. En verano, a las 6 de la tarde, los niños ya estábamos en la calle. La mejor distracción era ir con los señores que regaban las calles y empezar a cantar:

La manga riega

que aquí no llega

Y si llegara

no me mojara

        El señor dirigía hacia nosotros un chorro de agua y todos los niños corríamos a escondernos para que no nos mojara ¿cabía mayor diversión? Pero el plato fuerte de esta maravillosa diversión eran las escaleras de la catedral. Los niños nos subíamos allí y cantábamos la canción, el hombre dirigía la manguera hacia nosotros y algunos echábamos a correr escaleras abajo, otros se quedaban agachados detrás de la barandilla de la escalera intentando aguantar las pequeñas salpicaduras; cuando los nervios nos traicionaban y ya no aguantábamos más salíamos corriendo y era cuando el hombre más nos mojaba ¡era verano, rápido nos secábamos, y nos divertíamos tanto!

        Había escuchado a mi tía Isabel que si en la catedral se encontraba la virgen del Pastel esa imagen te concedía lo que le pidieses. (Más tarde me dijo que no era esa imagen, que era la de San Expedito, pero el sucedido ya había tenido lugar) Yo no tenía nada que pedirle pero me intrigaba donde podía estar dicha imagen. No sé a quien oí que estaba en el claustro, donde guardaban los pasos de semana santa. Intenté entrar varias veces, pero la puerta siempre estaba cerrada. Un día en que también lo intenté me encontré que la puerta estaba abierta. Entré en el claustro. Todo estaba en silencio. Fui andando por todo él hasta que llegué frente a una especie de capilla en la que estaba la virgen del pastel. ¡Ya había conseguido mi objetivo! Fui a salir, pero me encontré con que la puerta ya estaba cerrada. Empecé a aporrear la puerta y a darle patadas hasta que el sacristán lo oyó, vino y me abrió. No recuerdo que excusa puse para justificar allí mi presencia, lo que sí recuerdo es que salí corriendo de la catedral y no me sentí tranquilo hasta que me vi fuera de ella.

        En invierno, cuando nevaba, los niños nos poníamos en fila a pisar la nieve y hacíamos como unas pistas para patinar. Las llamábamos ronchas. Las que hacíamos en la catedral, junto a la puerta vieja, la que tiene las estatuas, eran las mejores de todo Ávila. Eran largas, por ellas se iba muy rápido, nadie las estropeaba y duraban tiempo y tiempo. Por lo menos eso es lo que a mi me parecía. De mayor ya no he vuelto a ver a los niños hacer ronchas.

        En el Palacio del Rey Niño, donde está la actual Casa de la Cultura, estaba el “Corralón”. Allí había una escuela, la escuela del Corralón; también estaban las perreras municipales y el parque de bomberos. Un hijo de uno de los bomberos era mi amigo Felipe, pero todos le llamábamos “el Chato”. Fue mi mejor amigo durante unos años, luego nos fuimos dejando de ver pues empezamos a ir a colegios diferentes, su familia se marchó de Ávila y ya no he vuelto a saber más de él. En el Corralón jugábamos por las perreras y por los restos del palacio; era un lugar maravilloso, lleno de recovecos y con todos los requisitos para que en nuestra imaginación fuese lo que deseásemos en aquel momento: un castillo encantado, un refugio seguro, un nido de piratas, un fuerte en el que resistir los ataques de los indios, etc. Durante una temporada Felipe tenía mucho dinero, manejaba billetes de 5 pts y nos invitaba a golosinas. Decía que ese dinero se lo había dado un señor extranjero que estaba buscando en el palacio del Rey Niño un tesoro que consistía en una ballesta de oro pequeñita; y que el dinero se lo daba porque él le llevaba por todos los sitios. Cuando fui mayor comprendí que ese dinero lo cogía de la pescadería que tenía su madre, pero entonces ningún niño decía que le cogía el dinero a sus padres, eso era algo intrínsecamente malo. Recuerdo que me gustaba mucho ir con él a echar de comer a los marranos que tenía en un corral junto a la iglesia de Santiago; siempre me sorprendía y me atraía la forma de comer de los cerdos, sobre todo ese ruido tan característico que hacen. Siempre que he vuelto a ver comer a los cerdos me he acordado de cuando iba al corral con mi amigo Felipe, “el Chato”