La
calle Reyes Católicos y alrededores
Esta
es mi calle. Esta es la casa en la que viví durante muchos años con
mis padres y con mis abuelos, y en la que vivieron mis padres hasta
que fallecieron.
¡Cuántas
veces me he asomado a esos balcones! ¡Cuántos ratos he pasado en
ellos mirando a la gente que pasaba, a las procesiones, a la
cabalgata de reyes!
Aún
recuerdo cuando a mis 12 años estuve enfermo de hepatitis y tuve que
guardar reposo durante todo el mes de agosto y me entretuve en mirar
por el balcón, por el balcón que está a la dcha. de la foto según
se mira ésta. Ya conocía a todas las señoras que iban a la compra,
sabía a que hora pasaban, sabía a que hora pasaban las chicas y los
chicos cuando salían a pasear por la tarde e igualmente sabía a que
hora volvían. Y me hacía mucha ilusión ver casi todos los días a
una niña, a Amalia, mi amor de niño; una niña con la que sólo
crucé algunas palabras pero que fue ese gran amor que se tiene de
niño, ese amor tan especial que nunca jamás volverá a repetirse,
ese amor que se conforma con ver a la otra persona durante un breve
instante y que no necesita de conversaciones prolongadas, es más, no
necesita de ellas, porque lo que hay que decir se sobreentiende que
la otra niña ya lo sabe, lo entiende y lo comprende.
Y
aún recuerdo las cabalgatas de los reyes Magos. Con qué ilusión
recogía aquellas miradas que sólo iban dirigidas a mí; era la
mirada exclusiva que me dirigía cada uno de los reyes. Y en esa
mirada iba implícito el mandato de acostarme pronto esa noche
después de dejar un poquito abierto el balcón, de dejar los zapatos
puestos y de dejar un platito con tres trocitos de turrón y un
vasito de anís. Y si bonita y llena de ilusión era la cabalgata,
más bonito y más lleno de ilusión era el despertar del día de
Reyes; ese era el día de la magia pura. En aquellos años (1952 –
1958) los únicos juguetes que recibíamos los niños eran los del
día de Reyes.
-
¡Mira, me han traído la pistola que yo quería!
-
¡Me han traído un cine y yo no se lo había pedido!
-
¡Qué cuentos más bonitos me han dejado!
Nada
podía ser feo, nada podía ser rechazado. ¿Cómo rechazar algo que
te habían traído los Reyes Magos? ¿Cómo rechazar algo cuando ibas
a tardar otro año en volver a recibir un regalo?
Y
después de recibir el regalo había que sacarlo. Si hacía buen día
íbamos al Rastro a tomar el sol y a jugar con los juguetes, pero
también me temo que había por parte de los adultos un deseo de
mostrar los juguetes que tenían sus hijos, y así unos podían
presumir de que eran los mejores y más caros y otros para mostrar
que aunque sus hijos no tenían los mejores por lo menos tenían
algunos. Aunque no lo recuerdo porque a esas edades no te fijas en
esas cosas, supongo que habría unos niños que no tenían ningún
juguete nuevo.
La
pequeña ermita de las Nieves que veía desde cualquier balcón. ¡Qué
recuerdos más entrañables! De vez en cuando había un señor que se
ponía a vender jilgueros y que me tenía que decir que me marchase
porque me ponía delante de la jaula y me pasaba tiempo y tiempo
mirando a los pajaritos. Una vez, cuando tenía sobre 12 años,
ahorré la peseta que me daban los domingos y me compré por 2’50
pts mi primer jilguero, que luego resultó ser una hembra, pero eso a
mi no me importaba, lo que yo quería era un pajarito y ya lo tenía;
era tanta la alegría y la satisfacción que sentía que volví a
ahorrar otras 2,50 pts y me compré otro jilguero, esta vez era un
macho. Recuerdo que a mi madre no le gustaba nada tener pájaros en
casa y mi padre lo metió con el otro y convenció a mi madre para
que no le soltase, argumentando que dos pajaritos juntos ensucian lo
mismo que uno solo. Después de un tiempo los separamos y el macho
cantaba y cantaba y cuando en el buen tiempo le sacábamos a la calle
la gente miraba donde él estaba. Y a la hembra, como no cantaba, la
quisimos soltar; pero el animalito no se iba de allí; volaba hasta
el balcón de enfrente, subía a los cables de la luz a tomar el sol,
pero siempre volvía a comer y a beber a su jaula que manteníamos en
la calle con la puerta siempre abierta.
Y
también recuerdo al señor de los helados. Era de la Flor
Valenciana, y se ponían allí por las tardes de verano, a la hora de
la siesta. A veces se ponía un hombre joven, otras una mujer, otras
un señor mayor. Otras veces no se ponía un carrito, sino que se
ponía un señor con una bici que llevaba delante los helados.
Imagino que no sería de la Flor Valenciana, que sería de otra casa.
Lo de los helados lo recuerdo porque sí, pero no porque comiese
muchos. Eso sólo lo podía hacer los domingos. Los domingos era un
día dichoso y afortunado porque comía helados dos veces, una por la
mañana con parte de la peseta que me daban de paga, y otra por la
tarde, cuando salía de paseo con mis padres e íbamos al Oro del
Rhin, un bar del Grande, donde mis padres nos compraban un helado de
corte de tres gustos, partido por la mitad, una mitad para mi hermana
y otra para mi.
Y
más entrañable que lo de los helados era para mí el nacimiento que
se ponía en la iglesia por Navidad, nacimiento que había que pagar
por entrar, pero que a los ojos de un niño era una cosa maravillosa
y mágica. La entrada era barata, 10 céntimos, y estaba mucho tiempo
mirando las figuras. Las miraba tanto que muchas de ellas se me
quedaron tan grabadas que ahora, a mis 58 años, aún las reconozco
en el nacimiento que ponen en el Mercado Chico. Y si bonitas eran las
figuras, la música, los villancicos, que se escuchaban eran más
bonitos todavía. Era, y es, la música de la Navidad; era la música
que me acompañaba durante todo el día durante todas las navidades,
durante la época más maravillosa del año para un niño.
Y
este es el callejón, mi callejón, nuestro callejón, el callejón
de los
niños que vivíamos por allí. Recuerdo a Fernandito, a Emilito, a
Rafa, a José Manuel. Eran los niños que compartíamos aquel rincón.
Algunas niñas también, pero en aquella época los niños no
podíamos jugar con las niñas porque eso era cosa de mariquitas.
Ningún niño sabíamos lo que era eso, pero si los mayores lo decían
había que hacerlos caso, pues eso tenía que ser malo.
La
tienda de Pardo era una de las tiendas más queridas por mi. Podía
ver juguetes durante todo el año, y los juguetes estaban
precisamente en los escaparates que daban al callejón. Mirando esos
juguetes los niños de esta zona soñábamos con lo que nos podían
traer los Reyes o a las cosas que podríamos jugar si los tuviésemos.
En aquellos días, como ahora y como siempre, soñar no costaba
dinero y era lo que todos nos podíamos permitir.
Y
esta es mi casa vista desde la ermita de las Nieves. La tienda que
está cerrada es una tienda entrañable para mí, es la tienda de
Doroteo o del tío Murruñaña, como le llamaban algunas personas
mayores. Era un señor mayor que tenía muchos gatos en la tienda y
toda la tienda estaba llena de sacos de alimentos.
Vendía
dos cosas especiales para mí: el chocolate y los cacahuetes; el
chocolate que vendía este señor tenía un sabor especial, no sabía
como los otros chocolates; y los cacahuetes también eran especiales,
los tostaba en la buhardilla de su casa, que estaba pegando a la mía,
y el olor de los cacahuetes tostados envolvía mi casa. Nunca jamás
he vuelto a comer unos cacahuetes como los que hacía aquel señor. Y
luego las cosas de los niños; como sabíamos que le daba mucha rabia
que llamásemos al timbre de la puerta que daba al portal pues
llamábamos allí más veces que a ninguna otra casa. Llamar a las
puertas de las casas y salir corriendo antes de que abrieran era una
de nuestras diversiones favoritas, pero sólo teníamos 6 ó 7 años,
porque ¿a qué edad se va a jugar a tocar los timbres si no es a
esa?
La
calle Reyes Católicos, hacia el Mercado Chico, tenía otros
encantos. En primer lugar estaba Casa Guerras, que era una tiendecita
que ocupaba parte de un portal, y donde compraba los cromos, donde
cambiaba los tebeos, donde iba a cambiar las novelas que leía mi
padre y donde me entretenía en mirar los cuentos y tebeos que
estaban colocados en la parte con cristales.
Más
abajo la carnicería del Resti donde iba con mi abuela y con mi madre
a comprar carne y el señor Resti, un señor mayor con bigote siempre
me decía algo y siempre me daba un trocito de chorizo que a mí me
sabía a gloria. Ya en la esquina la casa de don Agapito, donde iba a
comprar los botones que me encargaba mi padre.
Enfrente
la tienda de Regalado, donde una vez me compraron una pelota que
tenía dibujada una cara, pelota con la que no quería jugar por
miedo a que se le borrase. Pasada la placita estaba la ferretería de
Olegario, lugar maravilloso lleno de cacharros y trastos que yo veía
como el lugar ideal para meterse a explorar en él. Y más abajo la
librería de Sigirano, donde compraba las películas de mi cine y
donde compré los reyes Magos de mi nacimiento cuando tenía 8 años
(compré los reyes Magos porque mi padre me dijo que si quedaba entre
los seis primeros de la clase me los compraba; yo no hice ningún
esfuerzo especial pero quedé el tercero y mi padre cumplió con su
promesa) y cuando tenía 11 años compré el castillo de Herodes por
3 pts.
En
la calle que va a la plaza estaba la tiendecilla de la Pura, era una
tienda en la que se aprovechaba el hueco de la escalera y era el
lugar donde compraba y sobre todo cambiaba los cromos; te los
cambiaba a tres o cuatro por uno y todos los niños de Ávila íbamos
allí cuando no encontrábamos los difíciles. Y enfrente de la
tienda de la Pura, los viernes se ponía una señora de un pueblo a
vender ancas de rana, zarzamoras o boruja, todo ello según la época;
posteriormente supe que la señora venía de Navaldrinal y para venir
venía en el coche de línea pero para volver, como iba de vacío, se
iba andando y así se ahorraba lo del coche.
Del
Mercado Chico no tengo recuerdos especiales de mi niñez. Lo que sí
recuerdo son las verbenas del verano (18 de julio, Santiago, la
Ascensión) de cuando tenía 16, 17 y 18 años. Empezaban a las 10 de
la noche y terminaban a las 2 ó 3 de la madrugada. Recuerdo como
Eduardo y yo íbamos a sacar a las chicas que nos gustaban a alguno
de los dos; en otras ocasiones íbamos a sacar a aquellas que nos
habían dicho o que sabíamos que se arrimaban. Con lo que sé de
adulto me da la risa del concepto de arrimarse que teníamos
entonces: un leve roce de un sujetador con relleno era darse un lote
impresionante; entonces como ahora “de ilusión también se vive”.
La
iglesia de San Juán. Mi parroquia. La iglesia donde dijeron el
funeral de Mi madre primero y de mi padre después. La iglesia donde
iba de niño con mi madre, con mi tía Isabel, con mi abuela Carmen a
las novenas y al rosario. Recuerdo que las letanías del rosario se
decían en latín y se respondía “Ora pro nobis” pero yo
entendía “ahora por el novio” “ahora por el novio” y me
imaginaba que se diría por alguien que se iba a casar, aunque me
extrañaba que sólo se pidiera por el novio y nunca por la novia.
También
recuerdo la misa de los niños de los domingos que dirigía un
maestro que se llamaba Don Gaudencio. Era un señor muy alto y muy
grande e imponía un gran respeto. Como yo no iba a su escuela no me
ponía con los niños y un domingo me llamó por el altavoz y me dijo
que me pusiera allí delante: me dio tanta vergüenza que ya no volví
nunca más a su misa.
Recuerdo
que jugábamos a cogernos en las escalerillas que daban al Mercado
Chico: uno se quedaba y tenía que coger a alguno siguiendo un camino
muy determinado: subir por las escalerillas, saltar la barandilla y
volver a subir por las escalerillas o hacerlo a la inversa subir por
la barandilla y bajar por las escalerillas.
Enfrente
de las escalerillas estaba la posada de la Estrella, donde vivía mi
compañero de clase y mi amigo Ignacio Chinarro. Un día en clase de
Religión, que nos daba el padre Eugenio, en segundo de bachillerato
(11 -12 años), tenía este chico los mocos saliéndole de las
narices. El padre Eugenio le preguntó;
Chinarro
¿a como vendes la velas?
Chinarro
inspiró fuerte por la nariz y los mocos se metieron dentro la la
nariz y él dijo:
Se
cerró el establecimiento.
El
padre Eugenio se moría de la risa.
Y
en lo alto de las escalerillas es un puesto en el que vendían cosas
para el campo, horcas, azadas, guadañas, collares para las
caballerías, abarcas y sobre todo cencerros. Los había de todos los
tamaños y a mí me sorprendía mucho cuando los señores que los
iban a comprar les hacían sonar y elegían uno u otro, porque
inicialmente para sorpresa mía, podía escuchar que su sonido era
diferente. Imagino que aquellos hombres elegían uno u otro según
las características del animal al que iba a ir destinado.
La
plaza de abastos estaba muy cerca. Antes de empezar a ir al
colegio debía ir allí casi todos los días con mi madre y mi
abuela, pues los niños no íbamos a la escuela hasta los 6 años. Luego iba en muchas ocasiones a comprar algo que se hubiese
olvidado. Era una plaza distinta a la de ahora, era de una sola
planta y muy alta, con columnas de hierro; imagino que sería una de
esas estructuras metálicas tan frecuentes al principio de siglo.
Recuerdo perfectamente a la pollera, una señora bajita, gordita,
vestida de negro y con un moño en la cabeza; mi abuela hablaba mucho
con ella y mi madre también. Su recuerdo me resulta agradable. En
los días cercanos a la Navidad se colocaban muchos vendedores de
pollos vivos alrededor de la plaza; mi madre y mi abuela compraban
los pollos unos días antes y los teníamos en casa, en el váter,
atada una pata con una cuerda a una silla, alimentándolos con las
sobras de la comida, migas de pan y en ocasiones triguillo. A mi me
gustaba mucho mirarlos y cogerlos, luego me daba pena ver como les
mataban.
Las
calles que rodeaban la plaza de abastos también me eran muy
familiares. A la peluquería de Pompeyo iba una vez al mes
aproximadamente; no me gustaba nada ir pues los pelos se me metían
por el cuello y la espalda y me picaban mucho (entonces no había secador de aire para que lo pasasen y se llevase los pelos ni ducha para poder ducharse después de cortarse el pelo).
El
zapatero estaba un poquito más abajo; era un señor muy amable que
me recibía con una sonrisa; a mi me gustaba mucho mirar como clavaba
las puntas con una gran rapidez.
Casa
López, que estaba en la esquina, era la tienda de ultramarinos;
muchos productos los tenían en cajones o en sacos; el aceite lo
echaban con un aparato que me resultaba muy curioso; entonces no
había plásticos y todo te lo daban envuelto en papel de estraza; el
dependiente principal, Pepe, era un hombre muy amable y muy cariñoso;
cuando murió mi madre fue a mi casa a dar el pésame y luego fue a
la iglesia al funeral; este hombre era tan popular que mucha gente
llamaba a la tienda “casa Pepe”.
Y
ahora que hablo de las tiendas me acuerdo del lechero y del panadero,
que iban todos los días a dejar la leche y el pan a casa. Tocaban un
silbato o el llamador de la puerta del portal y bajábamos con una
lechera a por la leche o a recoger el pan. El panadero se llamaba
Pedro y tenía el horno por la calle de Santo Tomás. El lechero era
de La Aldea del Rey y venía a diario en su carro; era un señor muy
serio al que se le murió un hijo a los 20 años, a partir de
entonces dejó la lechería. Luego mi madre buscó un nuevo lechero,
mejor dicho una nueva lechera, una chica de Martiherrero, muy guapa,
de mi edad. Yo estaba estudiando en Madrid y cuando venía en
vacaciones siempre bajaba a por la leche o la abría la puerta cuando
la empezó a subir a casa. Nos mirábamos pero todo quedó casi en
sólo miradas, pues las conversaciones eran muy cortitas. Ella se iba
a su pueblo y era imposible que nos viésemos por la calle;
lógicamente nunca pudimos charlar ampliamente. El recuerdo aún
perdura.
Y
estas son cosas que recuerdo sobre todo de mi infancia. Algunas se me
habrán olvidado, pero aun así toda la calle Reyes Católicos es,
para mí, la más entrañable de Ávila.