SONSOLES
Sonsoles era un lugar de verano. Es más, cuando era muy niño, antes de los 10 años, era un día de verano, era el día de la Virgen de Sonsoles. Ese día toda la familia íbamos al arco del Rastro, cargados con la comida y la merienda-cena del día, a coger el autobús que nos llevaba a Sonsoles. Recuerdo como me gustaba ir mirando por la ventanilla y ver las huertas de San Nicolás y los burritos que vuelta a vuelta movían las norias para sacar agua de los pozos, las eras y a la gente trillando – que estaban donde están la actual plaza de toros y el campo de fútbol-, el campo de aviación y la vista que aparecía de Ávila a medida que subíamos la cuesta.
Luego, ya en la ermita, se ponían en una mesa o en el suelo las bolsas con la comida y los niños nos dedicábamos a jugar. Era un lugar maravilloso, todo lleno de niños, con mil lugares que explorar y en los que jugar: la plaza de toros con esos burladeros estrechos, lugar ideal para jugar al dao; las fuentes con los pilones llenos de botellas de vino y gaseosa y toda la variedad de fruta de la temporada, en los que daba un poco reparo jugar con el agua no sea que fuesen a creer que íbamos a coger la fruta; los columpios hechos con una cuerda enganchada a dos árboles próximos; la parte trasera de la ermita con unos almendros bajos, de ramas abiertas, a los que era muy fácil subirse; el interior de la ermita con su cocodrilo, su barco y su avión, que miraba con asombro sin entender muy bien que hacían esas cosas allí; el camarín de la virgen lleno de pies, piernas, brazos y manos de cera, ropas muy diversas y sobre todo un cuadro de unos lobos y que me parecía un lugar misterioso por el que había que andar como de puntillas, y donde se hablaba bajito, susurrando. Y luego lo más bonito. Volver andando (pues las bolsas ya estaban vacías), ya de noche, contando chistes, cantando, alargando la alegría de todo un día alegre.
A partir de mis 10 años Sonsoles dejo de ser lugar de un día para convertirse en el lugar de la avanzada primavera y comienzos del verano. Ya no me acuerdo que niño me enseñó a ir a Sonsoles por el camino viejo, el camino que salía donde está la curva en la que se inicia la cuesta y terminaba enfrente de la entrada principal. Por aquel camino fui muchas veces saboreando la naturaleza.
En los árboles había muchos nidos de los que cogimos mochuelos, cernícalos, tordos, urracas y algún que otra ave más. A estos animalitos los cuidaba y alimentaba en casa hasta que eran grandes y luego los soltaba; en aquel entonces ignoraba que se morirían porque no sabían buscar comida. En una ocasión tiré con mi tirador a un tordo que había en lo alto de un árbol; la piedra no le dio cuando subía, sino cuando empezó a caer; el animal quedó como atontado pero enseguida se recuperó; yo estaba contentísimo con mi pájaro y me lo llevé a casa, lo metí en una jaula y a los pocos minutos el animal empujó la puerta (imagino que de casualidad) y se escapó; me dio mucha pena pues a mi lo que me gustaba era tener pájaros, no matarlos; bueno, la verdad es que nunca maté ningún pájaro, este fue al único que di con el tirador.
Pero el gran tesoro de este camino no eran los pájaros, eran los lagartos. Había muchos lagartos ocelados por todas las rocas. Me encantaba cogerlos con la mano; alguna vez alguno me mordió, pero los dientes no eran muy grandes ni muy afilados. ¡Eran tan bonitos! Antes de regresar hacia Ávila los volvía a soltar para así poder volver a cogerlos otra vez; para mi no tenía ningún sentido matarlos. Cuando no veíamos lagartos que coger nos entreteníamos con las lagartijas. Un niño nos enseñó a hacer unos lazos con unas pajas muy largas y muy finas y con esos lazos enganchábamos a las lagartijas por el cuello; era muy divertido, era como pescar lagartijas; las echábamos en una botella y cuando dábamos por terminada “la pesca” las soltábamos. Así no se acababan y teníamos diversión asegurada siempre que fuéramos por allí.
Cuando tenía 15, 16 años iba a Sonsoles con mis amigos y alguna que otra chica a las que entonces no se llamaba amiga; se decía que eran chicas a las que conocías. Las chicas empezaban a llevar pantalones, pero antes de entrar en la iglesia se tenían que cambiar y poner una falda; el santero no las dejaba entrar en la iglesia con pantalones. Por supuesto que en aquella época ninguna mujer llevaba pantalones, eso sólo era cosa de jovencitas.
Una vez al año, cuando la primavera estaba bien avanzada, todos los chicos del colegio íbamos a pasar el día a Sonsoles. Era un día magnífico: jugábamos a los pucheros a ciegas, a coger un gallo con los pies atados, a echar carreras de velocidad, al chocolate a ciegas y puede que a algún otro juego que ya no recuerdo. Todos los amigos íbamos juntos por la carretera cantando canciones y contando chistes. Lo recuerdo con nostalgia y con alegría. Un año ese día llovía y mi padre me dejó su gabardina; a pesar de la lluvia fuimos a Sonsoles, jugamos y volvimos sin lamentar la lluvia. ¡El disfrute y la ilusión podían con todo!
Uno de los últimos años en que fui a Sonsoles con los amigos nos encontramos allí a unas jovencitas; una de ellas era amiga de mi hermana, las otras eran chicas que conocía de vista y había otra chica rubia, muy guapa, que era de fuera. Todos nos quedamos “enamorados” de esa chica. Recuerdo que había luna llena y volvimos andando por el atajo, los tres chicos que íbamos procurábamos estar el mayor tiempo posible a su lado, y dimos más de un tropezón ya que en vez de mirar al suelo la íbamos mirando a ella. ¡Cualquiera se perdía una cara tan bonita! ¡Cosas que ocurren a los 15 ó 16 años volviendo de Sonsoles con luna llena acompañando a una chica rubia!
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