EN LA CATEDRAL Y ALREDEDORES
Durante toda mi niñez he jugado mucho en los alrededores de la catedral de Ávila. En el verano jugábamos a la pelota en la parte norte, donde da la sombra. Jugar a la pelota era todo un dilema, no sabíamos si el guardia que pasase nos iba a decir algo o no; en ocasiones pasaban y nos ignoraban y en otras nos decían que allí no se podía jugar. ¡Era un aliciente más para jugar allí!
La calle más interesante era la calle de la Muerte y la Vida o calle de la Cruz Vieja. De día no tenía nada de particular, pero de noche esa calle se transformaba en algo terrorífico, en algo espantoso ya que no había ninguna luz y además era la calle de la muerte. Cuando los niños íbamos en grupo nos atrevíamos a pasar por ella de noche, pero íbamos todos juntos y hablando alto, pero pasar solo o pasar dos niños solos ya era otro cantar. De vez en cuando empezábamos a decir a que tú no te atreves, a que yo sí y así estábamos un buen rato pero ninguno pasábamos; sólo algún chico mayor se atrevía a pasar solo y siempre bajo comprobación, pues un grupo se quedaba en la catedral y otro iba al final de la calle, ya casi junto al arco del Grande; después de que el valiente hiciese la travesía, nos juntábamos los dos grupos y se confirmaba que había pasado.
Otro lugar realmente entrañable son las escaleras de la calle San Segundo. En verano, a las 6 de la tarde, los niños ya estábamos en la calle. La mejor distracción era ir con los señores que regaban las calles y empezar a cantar:
La manga riega
que aquí no llega
Y si llegara
no me mojara
El señor dirigía hacia nosotros un chorro de agua y todos los niños corríamos a escondernos para que no nos mojara ¿cabía mayor diversión? Pero el plato fuerte de esta maravillosa diversión eran las escaleras de la catedral. Los niños nos subíamos allí y cantábamos la canción, el hombre dirigía la manguera hacia nosotros y algunos echábamos a correr escaleras abajo, otros se quedaban agachados detrás de la barandilla de la escalera intentando aguantar las pequeñas salpicaduras; cuando los nervios nos traicionaban y ya no aguantábamos más salíamos corriendo y era cuando el hombre más nos mojaba ¡era verano, rápido nos secábamos, y nos divertíamos tanto!
Había escuchado a mi tía Isabel que si en la catedral se encontraba la virgen del Pastel esa imagen te concedía lo que le pidieses. (Más tarde me dijo que no era esa imagen, que era la de San Expedito, pero el sucedido ya había tenido lugar) Yo no tenía nada que pedirle pero me intrigaba donde podía estar dicha imagen. No sé a quien oí que estaba en el claustro, donde guardaban los pasos de semana santa. Intenté entrar varias veces, pero la puerta siempre estaba cerrada. Un día en que también lo intenté me encontré que la puerta estaba abierta. Entré en el claustro. Todo estaba en silencio. Fui andando por todo él hasta que llegué frente a una especie de capilla en la que estaba la virgen del pastel. ¡Ya había conseguido mi objetivo! Fui a salir, pero me encontré con que la puerta ya estaba cerrada. Empecé a aporrear la puerta y a darle patadas hasta que el sacristán lo oyó, vino y me abrió. No recuerdo que excusa puse para justificar allí mi presencia, lo que sí recuerdo es que salí corriendo de la catedral y no me sentí tranquilo hasta que me vi fuera de ella.
En invierno, cuando nevaba, los niños nos poníamos en fila a pisar la nieve y hacíamos como unas pistas para patinar. Las llamábamos ronchas. Las que hacíamos en la catedral, junto a la puerta vieja, la que tiene las estatuas, eran las mejores de todo Ávila. Eran largas, por ellas se iba muy rápido, nadie las estropeaba y duraban tiempo y tiempo. Por lo menos eso es lo que a mi me parecía. De mayor ya no he vuelto a ver a los niños hacer ronchas.
En el Palacio del Rey Niño, donde está la actual Casa de la Cultura, estaba el “Corralón”. Allí había una escuela, la escuela del Corralón; también estaban las perreras municipales y el parque de bomberos. Un hijo de uno de los bomberos era mi amigo Felipe, pero todos le llamábamos “el Chato”. Fue mi mejor amigo durante unos años, luego nos fuimos dejando de ver pues empezamos a ir a colegios diferentes, su familia se marchó de Ávila y ya no he vuelto a saber más de él. En el Corralón jugábamos por las perreras y por los restos del palacio; era un lugar maravilloso, lleno de recovecos y con todos los requisitos para que en nuestra imaginación fuese lo que deseásemos en aquel momento: un castillo encantado, un refugio seguro, un nido de piratas, un fuerte en el que resistir los ataques de los indios, etc. Durante una temporada Felipe tenía mucho dinero, manejaba billetes de 5 pts y nos invitaba a golosinas. Decía que ese dinero se lo había dado un señor extranjero que estaba buscando en el palacio del Rey Niño un tesoro que consistía en una ballesta de oro pequeñita; y que el dinero se lo daba porque él le llevaba por todos los sitios. Cuando fui mayor comprendí que ese dinero lo cogía de la pescadería que tenía su madre, pero entonces ningún niño decía que le cogía el dinero a sus padres, eso era algo intrínsecamente malo. Recuerdo que me gustaba mucho ir con él a echar de comer a los marranos que tenía en un corral junto a la iglesia de Santiago; siempre me sorprendía y me atraía la forma de comer de los cerdos, sobre todo ese ruido tan característico que hacen. Siempre que he vuelto a ver comer a los cerdos me he acordado de cuando iba al corral con mi amigo Felipe, “el Chato”
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