MIS
ABUELOS MATERNOS
RECUERDOS
El
abuelo Isidoro era alto, delgado, con una cara muy agradable. Era una cara
amable, cariñosa, sonriente. Siempre llevaba una gorra de visera, como las que
uso yo. Quizá la elección de mi tipo de gorra venga de él, de perpetuar en mi
inconsciente algo de él para que no haya muerto del todo.
Yo
era muy niño. Por las noches, antes de acostarme el abuelo me contaba un
cuento. El que recuerdo era el del lobo y los 7 cabritos; sobre todo el pasaje
en que el lobo metía la pata en harina para que se le pusiera blanca y al
enseñarla por debajo de la puerta, los cabritos creyesen que era su madre. Todo
transcurría sentado en sus rodillas, en la cocina, en una cocina oscura,
iluminada por una débil bombilla, con la abuela en el rincón al lado de la
placa de cocinar, con su aire triste y resignado.
Es
un recuerdo vago pero muy querido y muy entrañable para mí. Yo debía tener 5 ó 6 años. Eran las fiestas
del pueblo y por la noche había “pólvora” (fuegos artificiales). Tengo la imagen
de ir agarrado de la mano del abuelo Isidoro camino de la plaza. La “pólvora”
de entonces eran unas ruedas sujetas a unos palos que la “pólvora” hacía girar
y girar. Yo miraba aquello con ojos de asombro y con un cierto temor, pero la
mano de mi abuelo me daba protección y seguridad.
Tendría sobre 9 ó 10
años cuando visité la fábrica de cemento ASLAND en Villaluenga de la Sagra (Toledo).
Allí trabajaban dos de mis tíos y el abuelo. Solo me acuerdo de un gran taller,
lleno de correas de transmisión que iban desde un larguísimo eje que estaba en
lo alto, hasta las máquinas que estaban en el suelo y que manejaban los
obreros. Recuerdo al abuelo, con su martillo en la mano y su cara tan
agradable, con aquella eterna sonrisa. El abuelo estaba en mangas de camisa, era
el herrero, su trabajo consistía en hacer piezas para las máquinas que se
estropeaban. Siempre que he visto trabajar a un herrero a la vieja usanza, con
el martillo, el yunque y las tenazas, me he acordado de mi abuelo, y me he
sentido orgulloso de ser el nieto de un herrero.
Mi abuelo Isidoro era
un hombre que amaba andar y andaba mucho, muchísimo. Iba de Villaluenga de la
Sagra a Toledo y volvía en el día; total eran unos 44 ó 45 kilómetros andando.
Cuando salía de trabajar, siendo yo un niño de 8 ó 9 años, me llevaba a pasear
hasta la Cruz del Galleguito. Íbamos hablando cosas, me imagino que las cosas
de las que pueden hablar un niño y su abuelo. La cruz del Galleguito era una
piedra sobre el suelo, donde murió un gallego que vivía en el pueblo. Yo no le
veía nada de especial, ahora que soy un anciano sí que se lo veo. Esas cruces
son lugares donde perviven en el recuerdo el alma y el espíritu de personas que
ya murieron, y que a veces conocimos y otras no. Yo ahora, cuando llego a la
Cruz del Galleguito me encuentro con el alma de mi abuelo y de otras personas
con las que allí fui y que ya abandonaron este mundo: mi madre, mi tío Pablo,
mi tía Pili. Pero también me encuentro con el Galleguito, un alma perdida,
desconocida, pero al fin y al cabo, un alma.
Tenía sobre 13 ó 14
años. Era por la mañana. El abuelo me dijo que si nos íbamos dando un paseo
hasta Yuncler, un pueblecito cercano. Le dije rápidamente que sí porque
pasábamos por delante de la casa de Carolina, una niña de mi edad que me
gustaba mucho, de la que estaba enamorado con esos amores de jovencito en los
que solo con verla ya se daba uno por satisfecho. Y allá nos fuimos el abuelo y
yo. Ya no recuerdo si vi a la jovencita o no, pero sí me acuerdo del abuelo, de
sus alpargatas con las que andaba tan ligero, de su compañía, de su voz suave y
sosegada y de su mirar hacia los lejanos horizontes de la Sagra. De la niña que
estaba enamorado no me acuerdo, de quien sí me acuerdo es del abuelo. Y yo me
pregunto e intento recordar ¿Cuándo me enamoré del abuelo?
Nunca
tuve mucho trato con la abuela Soledad. Su sordera hacía muy difícil la
comunicación con ella. La recuerdo vestida de negro, con su mandil también
negro o de un gris muy oscuro, con su moño y sobre todo recuerdo los besos que
me daba cuando llegaba a su casa y cuando nos marchábamos. No me daba un beso o
dos, me daba un montón de ellos. Me besaba como nadie me ha vuelto nunca a
besar.
Cuando
murió el abuelo, a los 86 años, y me volvía para Madrid, la abuela Soledad me
dijo que le llevase a la niña, a mi hija, para conocerla. Mi hija tenía sobre 5
ó 6 meses. A las dos o tres semanas la llevé, pero cuando llegué me enteré que
la abuela había muerto. Nadie me avisó de su fallecimiento. Me dio mucha pena
que no conociese a mi hija, a su bisnieta, a la única que habría conocido.
El
abuelo Isidoro y la abuela Soledad siempre estuvieron juntos. Tuvieron seis
hijos, les tocó vivir la guerra civil y compartieron todas las tristezas y
todas las alegrías. Compartieron todo. A sus 86 años, que eran muchos para el
1969, el abuelo llegó de su paseo diario; no se encontraba bien y se acostó. A
la mañana siguiente estaba muerto. La abuela no lloraba, suspiraba y decía ¡Ay
Dios mío! Cuando ya me había marchado para Madrid y sus hijos se estaban
despidiendo para irse a sus casas le dio una especie de trombosis. Ya no se
levantó de la cama y a los 15 días ella murió, tenía 82 años. El médico dijo:
Se ha muerto de pena. El abuelo Isidoro y la abuela Soledad compartieron todo.
Hasta la muerte la compartieron.
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