domingo, 21 de junio de 2020

Avila - El Rastro.


AVILA - EL RASTRO
El Rastro fue el lugar principal de mis juegos de niño, de mis paseos de adolescente y de adulto y uno de esos lugares que siempre me ha parecido maravilloso incluso después de haber visitado lugares que se encuentran entre los más hermosos del planeta. La verdad es que para mí el Rastro también se encuentra entre esos lugares, entre los lugares más hermosos de la Tierra. ¿Cabe un paseo más bonito que uno que tenga a un lado una muralla románica magníficamente conservada y al otro un dilatado valle al que, muy a lo lejos, cierran unas montañas?
En las peñas del Rastro me acostumbré a subir por las rocas. En ellas se desarrolló mi imaginación y la de mis compañeros de juegos. Allí, en lo alto, había una cabaña; más abajo estaba el caballo con dos sillas, aunque la mejor era la delantera; más allá estaba el tobogán por el que nos deslizábamos después de echar abundante tierra para ir más rápidos; el tobogán era un sitio que tenía un encanto especial ¡se bajaba tan bien! Pero tenía un inconveniente y era que se rompían los pantalones con el roce, y si bajábamos sólo rozando los pies la velocidad era mucho menor con lo que la emoción y el encanto disminuían.
Después de muchos, muchísimos años, mis nietas, de 4 y 6 años, han estado en el tobogán. Han subido a lo más alto y, sin que las dijese nada, se les ha ocurrido tirarse por el tobogán al igual que lo hacíamos los niños hace más de 50 años. No cabe duda que la forma de la roca invita a tirarse resbalando por ella.
Desde unas rocas era accesible un pequeño hueco en la muralla. En ese hueco guardábamos los tesoros, tesoros que juntábamos entre los niños y que consistían en algún cromo, alguna chapa de una bebida un poco rara, alguna cuenta de un collar roto, una punta para jugar al hinque, alguna bola de barro o de china y alguna cosita más por el estilo. Con esos tesoros queríamos emular a los piratas que guardaban maravillosos tesoros en islas secretas y cuyo paradero estaba señalado en mapas muy difíciles de interpretar.   Y ya casi al final del Rastro, o casi al principio según por donde se considerase el inicio, estaban el avión y la silla del rey. Nos sentábamos en el avión, echábamos tierra y el polvo era el humo del motor y empezábamos a volar hacia cualquier parte; todo el cielo era para nosotros. La silla del rey era un lugar más soso. Casi nunca jugábamos allí. No había a nada que jugar pues un rey no se estaba sentado.
         Ahora estos lugares están vacíos de niños, los niños de ahora no necesitan imaginar casitas, aviones, coches, camiones, ni nada por el estilo, porque los tienen en los parques y en muchos rincones de su urbanización o en rincones de la ciudad. La imaginación no se utiliza  porque ahí está la realidad. Ya no soy niño ni lo podré volver a ser; tampoco puedo sentir o imaginar lo que siente un niño de ahora frente a la casita, el cochecito o el avión que está en el parque; pero aquella imaginación que teníamos que usar los niños de entonces me ha servido para apreciar la belleza de muchas cosas aparentemente simples, sencillas. Cosas simples y sencillas que se transforman en maravillosas por la fuerza de nuestra ilusión, porque la imaginación ve ilusiones.
         ¡Qué bonito era jugar a hacer polvo! Era uno de nuestros juegos favoritos, era como jugar a la guerra, a la guerra que veíamos en las películas, guerra en la que siempre triunfaba el bueno y en la que nadie moría pues, aunque dijeran que el malo había muerto no era verdad, luego le volvíamos a ver en otra película. Eran guerras en las que sólo había humo y ruido. Pero había un inconveniente: si había alguna persona mayor sentada cerca nos regañaba y teníamos que dejar de jugar, por eso aprovechábamos los ratos en que no había nadie cerca.
         ¡Cuánto me ha gustado y me gusta pasear por el Rastro! ¡Cómo me gustaba y me gusta escuchar los vencejos al final de la primavera y comienzos del verano! ¡Cómo me gustaba y me gusta ir caminando lentamente y contemplar las maravillosas puestas de sol que se ven desde aquí! La amplitud del cielo, la amplitud del horizonte, hace de este lugar uno de los mejores para ver un soberbio espectáculo siempre igual y siempre diferente. A mi nieta Alicia, que ahora tiene 4 años, también le gusta mucho ver las puestas de sol; se queda callada, mirando y de repente dice: ¡Mira abuelo, el cielo está de  todos los colores! ¡Está rojo, rosa, azul, gris! ¡Y hasta está verde! Los niños aprecian muy bien la belleza de las cosas.
         Pero además del Rastro Grande está el Rastro Chico. Cuando era niño y jovencito allí estaba el viejo edificio de la Biblioteca que durante el verano prestaba libros para leerlos en el jardín. Yo tenía muy pocos libros en mi casa, casi nadie los tenía, y los de esta biblioteca fomentaron y saciaron mi afición a la lectura. Durante el verano iba casi todas las mañanas a leer allí. Me sentaba en un banco y leía y leía: primero cuentos, luego, cuando fui creciendo todas las novelas de Emilio Salgari y cuando crecí más todos los libros de historia y de arte. ¡Con qué agrado recuerdo muchas de aquellas lecturas!
Las novelas de Salgari me parecían maravillosas, era un mundo fantástico de aventuras en lugares remotos, y todo había que imaginárselo pues no había ninguna ilustración. Cuando he sido mayor, muy mayor, y he podido viajar a alguno de esos lugares que imaginaba, he sentido una gran emoción al ver que  mis sueños eran realidad, que al fin he logrado ver lo que de niño había imaginado y que era casi tal como lo había imaginado; y desde esos lugares exóticos y lejanos he recordado el Rastro, y me he visto allí sentado, a la sombra de un árbol, leyendo e imaginando, al tiempo que oía cantar un verdecillo y veía al levantar la cabeza el valle Amblés y la sierra del Zapatero.
Y todo esto ocurrió en el Rastro Chico, a la sombra de los castaños de indias y de las acacias de bola; y al arrullo del agua que caía en la fuente.

Ángel Rodríguez Cardeña

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