miércoles, 28 de agosto de 2024

La Juven

 LA JUVEN

    ¡Me voy a la Juven! ¿Quedamos en la Juven? Esas eran expresiones habituales para los niños y jovencitos de los años 60. La Juven era el local de Acción Católica de los niños. Yo diría que más que de los niños, era el local de los niños pobres, de los niños de los barrios bajos. Porque también había la Acción Católica de los mayores pero aquella no era la Juven, y además era donde iban los chicos de gente bien. Siempre tuve la enorme suerte de que ni mis padres ni mis abuelos me dijesen nada sobre con qué niños tenía que ir. A mis amigos siempre los elegí yo y casi siempre eran niños de clases humildes, eran niños que trabajaban en cosas de niños para llevar algún dinerillo a casa o que trabajaban de verdad en cuanto tuvieron edad para hacerlo. ¡Pero eran mis amigos!

        El alma de la Juven era don Jesús Jiménez el sacerdote. ¡Qué gran labor hizo aquel hombre con los niños y jovencitos!

        En la Juven podíamos jugar al futbolín, al ping-pong o al billar por muy poco dinero. Allí también se podía jugar al ajedrez, a las damas, a la oca o al parchís sin que costase nada. Allí podíamos estar los niños hablando sin pasar frío. Y allí sobre todo podíamos ir al cine los domingos por muy poco dinero o por nada. El cine era a las 4, a las 6 y a las 8. Allí echaban unas películas chulísimas para los niños: Flecha rota, Tambores lejanos, Apache, Lanza rota, El último mohicano, Ivanhoe, Robín de los bosques, las del gordo y el flaco, El zorro, y muchas otras películas cuyo nombre no recuerdo.

¡Hay, aquel cine con el ruido de las pipas y el de la cámara de proyección, con las sillas y los bancos de madera, con los timbrazos que anunciaban el comienzo de la película, con los silbidos de cuando se daban un beso o de cuando tapaban la película porque se daban un beso! ¡Con qué cariño recuerdo el cine de la Juven!

        Don Jesús procuraba que la Juven la gestionásemos los propios chicos. Cuando fui jovencito (14, 15, 16 años) colaboré junto con otros chicos en cobrar en el cine, en llevar las películas a los colegios de las Nieves, las Teresianas o el Colegio de Huérfanos de Ferroviarios, en vender las pipas y los caramelos para el cine, cobrar los juegos y cosas así.

No se me olvidará una vez en que estaba cobrando la entrada del cine. Era la sesión de las 4. En la fila para entrar había tres hermanos, el mayor aún era pequeño (7 u 8 años) y me dijeron que sólo tenían dinero para la entrada de uno. Los niños tenían aspecto de ser muy pobres. Yo no sabía que hacer, por mí les habría dejado entrar cobrando sólo una entrada, pero allí estaba Don Jesús y él era el jefe. Les dijo: Esperad aquí un poco. Cuando entraron el resto de los niños, les dijo a los tres que pasasen y que con los céntimos que llevaban se comprasen golosinas. Aquellas palabras me llenaron de alegría y satisfacción. Aquella fue una lección de ¿generosidad? (no sé como llamarlo) que nunca he olvidado.

La Juven también tenía la piscina. Estaba en la actual Avenida de la Juventud y pegando a ella pusieron luego la Ciudad Deportiva. En un principio aquello era el campo y para llegar allí, si se iba por el paredón de Sto. Tomás, se iba atravesando unos trigales. En la piscina de la Juven aprendí a nadar. Yo seguía las indicaciones de mi padre: “Te agarras al borde y mueves las piernas y donde no te cubra te echas para adelante y mueves los brazos” Yo intentaba hacerlo, pero si movía los brazos no movía las piernas y si movía las piernas no movía los brazos. Yo lo intentaba una y otra vez hasta que al final me salió. ¡Qué alegría me dio!

Durante un verano, a mis 16 años, fui el encargado de la piscina: abría, cerraba, cobraba, limpiaba, regaba las plantas, etc. Don Jesús me pagó 600 u 800 Pts por todo el verano (no recuerdo exactamente cuanto fue). Aquél fue el primer dinero que gané en mi vida y lo gasté en comprarme mi primera pareja de canarios e ir el verano siguiente de excursión a Gijón.

¡Qué gran hombre fue Don Jesús! ¡Qué gratos recuerdos guardo de él!

martes, 27 de agosto de 2024

Las fuentes de los alrededores. Las meriendas del verano

 LAS FUENTES DE LOS ALREDEDORES. 

LAS MERIENDAS DEL VERANO.

        En los alrededores de Ávila había varias fuentes. Todavía quedan algunas, pero cada vez menos.

Cuando era niño mis padres y mis abuelos tenían la costumbre de ir los domingos del verano a merendar a alguna de ellas. Como se iba andando íbamos a las que estaban cerca. Sobre todo, íbamos a La Canaleja y a la de las Hervencias. Son recuerdos muy lejanos pero que tengo muy grabados. Han pasado muchos años, más de 68 y aún recuerdo cuando entraba con mi padre o con mi abuelo a la última de las tabernillas que había en el camino a la fuente a la que íbamos y ellos pedían una botella de vino tinto con gaseosa. Yo no bebía vino pero me acuerdo perfectamente de aquello. Luego en el campo buscábamos una piedra, allí se sentaban los mayores y mi hermana y yo, a veces en compañía de la tía Isabel o de algún niño que hubiese por allí, jugábamos a esos juegos que los niños se inventan. Cuando íbamos a la Canaleja me encantaba echarme a correr cuesta abajo con una tela colocada a modo de capa para que ésta se levantase con el viento; de esta manera soñaba con ser una jinete de esos que había visto en alguna película. Y después de las carreras y los juegos, de esos juegos que ahora se llaman de simulación y que entonces se llamaban jugar a que unas piedras eran un castillo, una paja semirrígida era una lanza que portaba un caballero que montaba en un rápido corcel, que tras unas zarzas se escondía todo un campamento indio y cosas que sólo se nos ocurrían a los niños, empezábamos a merendar. La merienda la llevaban las mujeres en los capachos de paja o en bolsas amplias de la compra (entonces no había bolsas de plástico), y si era mucho lo que había que llevar se repartía entre todos para aliviar la carga de mi madre, de mi abuela o de mi tía. Las meriendas eran a base de tortilla de patata, filetes empanados, chorizo, jamón serrano (poca cantidad), queso y fruta: melocotones, peras, melón o sandía.

Esa costumbre de ir a merendar a las fuentes en el verano ya se ha perdido. Casi todo el mundo tiene coche y ahora la gente se va al campo - ¿Cómo si aquello no fuera el campo? La Canaleja está cambiada, ya no se puede entrar por donde yo lo hacía de niño, la zona de las Hervencias ha cambiado menos, ahora es un parque y se ha destrozado poco de lo que había antiguamente. Aún está una inmensa roca plana que mi tía Isabel llamaba “La Tortilla”; le puso ese nombre no sé por qué y siempre que paso por allí me acuerdo de ella. Mi padre conservó la costumbre de ir allí casi hasta que murió. Por las tardes de los domingos del verano se iba paseando hasta Las Hervencias, se sentaba en una piedra y luego volvía a casa. Ya no llevaba merienda, imagino que solamente recordaba.

A Fuentebuena nunca fui a merendar con mis padres ni mis abuelos. Allí empecé a ir con mis amigos cuando tenía sobre 10 u 11 años. Íbamos o en otoño a coger zarzamoras o cuando se nos ocurría para atravesar el túnel de la vía del tren que va a Salamanca. Hay momentos en la vida de las personas que se nos quedan grabados para siempre y aparentemente no tienen nada de especial. Fuentebuena está unido a aquella ocasión en que mi padre y yo nos fuimos a pasar el día a la Balsa Verdeja: es la única vez que he ido con mi padre y fuimos a pescar; pero lo más curioso es que mi padre no era pescador y entonces compró una caña de pescar muy sencilla en Diloy. No pescamos nada y la caña sirvió para enrollar el hule que poníamos en la mesa a la hora de comer.

A Fuentebuena íbamos mi hermana y yo a por agua para beber, un año en que hubo una sequía enorme y sólo nos daban agua durante media hora y como no llegaba a los pisos se puso un grifo en el portal y durante esa media hora los vecinos de la casa y los de otras casas de al lado iban con cubos para coger agua. Aquella agua no debía estar muy limpia y mi hermana y yo nos íbamos con unas garrafitas de cristal forradas de esparto. Éramos muy pequeños, no creo que yo tuviese más de 10 años, pero entonces los niños podíamos andar con toda libertad por todos los sitios, y eso que ya había habido un sacamantecas. 


martes, 13 de agosto de 2024

DESPUÉS DE VISITAR EL MONASTERIO DE SUSO

     Bajamos del monasterio de Suso. Hace calor. Hay un ensanche y unas mesas, a un lado de la carretera. Es un lugar ideal para comer. Y mientras comemos, miramos lo que tenemos enfrente. La luz nos envuelve, nos envuelve a nosotros y a todo lo que nos rodea. La transparencia del aire es total. Hay una borrachera de verdes, verdes luminosos, verdes claros, oscuros, verdes amarillentos, ... son colores que parece que nos acarician, que parece que nos agradecen que les estemos mirando. Pero lo que acaricia la luz y el color, no es nuestra piel, es nuestra alma. Y para ella es un placer supremo sentir estas caricias, y en silencio, para que nada se alborote, pasamos tiempo y tiempo disfrutando del sosiego del alma.

viernes, 9 de agosto de 2024

 PASEANDO POR AYAMONTE

    Ayamonte, donde desemboca el Guadiana, donde huele a mar; donde un hermoso puente, un puente como una telaraña, guarda la entrada del Guadiana; donde tristemente mueren los barcos, porque estos barcos de aquí mueren entre el fango, no en el fondo del mar, que ese es su sitio. Un poco más allá tres barcos están descansando. Quizá se han dormido y no han ido a faenar con los demás.

      Calles. Calles con casas de los siglos XVIII y XIX. Plazas. Plazas espaciosas llenas de palmeras y de bancos de azulejos; bancos que parecen sillones y que invitan aún más a descansar. Algarabía de los gorriones, hermosa algarabía que hace rebosar a la plaza de alegría. Hay una misteriosa brisa que sólo recorre las copas de las palmeras y hace balancear las palmas. Una jovencita muy guapa pasa a mi lado paseando a su perro y me dice ¡Buenos días! ¡Qué bien se está en esta plaza! Aquí no hay prisas ni agobios, aquí sólo se está, aquí sólo se siente el alma. La brisa ha bajado y remueve las hojas del cuaderno y el pelo de la señora que está en el banco. El mío no lo mueve porque no le tengo.

    Me levanto y sigo andando y veo gárgolas en las casas; y veo blancos, blanquísimos campanarios que destacan en el cielo; y veo viejos pozos y viejas cruces que parece que se hacen compañía; y veo torres de viejas iglesias y viejas personas quizá con el alma joven.

viernes, 2 de agosto de 2024

 LA ANTIGUA PLAZA DE ABASTOS

        La plaza de abastos estaba muy cerca de mi casa. Antes de mis 6 años. cuando empecé a ir al colegio debía ir allí casi todos los días con mi madre y mi abuela. Luego iba en muchas ocasiones a comprar algo que se hubiese olvidado. Era una plaza distinta a la de ahora, era de una sola planta y muy alta, con columnas de hierro; imagino que sería una de esas estructuras metálicas tan frecuentes al principio de siglo XX.

        Recuerdo perfectamente a la pollera, una señora bajita, gordita, vestida de negro y con un moño en la cabeza; mi abuela hablaba mucho con ella y mi madre también. Su recuerdo me resulta agradable. En los días cercanos a la Navidad se colocaban muchos vendedores de pollos vivos alrededor de la plaza; mi madre y mi abuela compraban los pollos unos días antes y los teníamos en casa, en el váter, atada una pata con una cuerda a una silla, alimentándolos con las sobras de la comida, migas de pan y en ocasiones triguillo. A mi me gustaba mucho mirarlos y cogerlos, luego me daba pena ver como les mataban.

        Las calles que rodeaban la plaza de abastos también me eran muy familiares. A la peluquería de Pompeyo iba una vez al mes aproximadamente; no me gustaba nada ir pues los pelos se me metían por el cuello y la espalda y me picaban mucho (entonces no había ducha para poder ducharse después de cortarse el pelo).

        El zapatero estaba un poquito más abajo; era un señor muy amable que me recibía con una sonrisa; a mi me gustaba mucho mirar como clavaba las puntas con una gran rapidez.

        Casa López, que estaba en la esquina, era la tienda de ultramarinos; muchos productos los tenían en cajones o en sacos; el aceite lo echaban con un aparato que me resultaba muy curioso; entonces no había plásticos y todo te lo daban envuelto en papel de estraza. El dependiente principal, Pepe, era un hombre muy amable y muy cariñoso; cuando murió mi madre fue a mi casa a dar el pésame y luego fue a la iglesia al funeral; este hombre era tan popular que mucha gente llamaba a la tienda “casa Pepe”.

        Y ahora que hablo de las tiendas me acuerdo del lechero y del panadero, que iban todos los días a dejar la leche y el pan a casa. Tocaban un silbato o el llamador de la puerta del portal y bajábamos con una lechera a por la leche o a recoger el pan. El panadero se llamaba Pedro y tenía el horno por la calle de Santo Tomás. El lechero era de La Aldea del Rey y venía a diario en su carro; era un señor muy serio al que se le murió un hijo a los 20 años, a partir de entonces dejó la lechería. Luego mi madre buscó un nuevo lechero, mejor dicho una nueva lechera, una chica de Martiherrero, muy guapa, de mi edad. Yo estaba estudiando en Madrid y cuando venía en vacaciones siempre bajaba a por la leche o la abría la puerta cuando la empezó a subir a casa. Nos mirábamos pero todo quedó casi en sólo miradas, pues las conversaciones eran muy cortitas. Ella se iba a su pueblo y era imposible que nos viésemos por la calle; lógicamente nunca pudimos charlar ampliamente. El recuerdo aún perdura.

        Y estas son algunas cosas que recuerdo sobre todo de mi infancia. Toda la zona de Ávila, próxima a mi casa de la calle Reyes Católicos es, para mí, la más entrañable de Ávila.