PASEANDO POR AYAMONTE
Ayamonte, donde desemboca el Guadiana, donde huele a mar; donde un hermoso puente, un puente como una telaraña, guarda la entrada del Guadiana; donde tristemente mueren los barcos, porque estos barcos de aquí mueren entre el fango, no en el fondo del mar, que ese es su sitio. Un poco más allá tres barcos están descansando. Quizá se han dormido y no han ido a faenar con los demás.
Calles. Calles con casas de los siglos XVIII y XIX. Plazas. Plazas espaciosas llenas de palmeras y de bancos de azulejos; bancos que parecen sillones y que invitan aún más a descansar. Algarabía de los gorriones, hermosa algarabía que hace rebosar a la plaza de alegría. Hay una misteriosa brisa que sólo recorre las copas de las palmeras y hace balancear las palmas. Una jovencita muy guapa pasa a mi lado paseando a su perro y me dice ¡Buenos días! ¡Qué bien se está en esta plaza! Aquí no hay prisas ni agobios, aquí sólo se está, aquí sólo se siente el alma. La brisa ha bajado y remueve las hojas del cuaderno y el pelo de la señora que está en el banco. El mío no lo mueve porque no le tengo.
Me levanto y sigo andando y veo gárgolas en las casas; y veo blancos, blanquísimos campanarios que destacan en el cielo; y veo viejos pozos y viejas cruces que parece que se hacen compañía; y veo torres de viejas iglesias y viejas personas quizá con el alma joven.
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