lunes, 18 de noviembre de 2024

Peratallada.

PERATALLADA

        Durante un buen rato me siento en una esquina de la plaza de Peralada, a la sombra de unos árboles. De vez en cuando pasa alguien, pero esta gente no tiene costumbre de decir ¡Buenos días! a los desconocidos. Pasa un vagabundo con una bolsa azul.

  • ¡Buenos días! Aquí se está bien, ¿verdad?

  • ¡Buenos días! Sí que se está bien aquí.

  • Voy a buscar un sitio para sentarme a almorzar

  • Si quiere siéntese aquí, que yo ya me voy.

  • No, muchas gracias. Me voy a sentar en aquel escalón que allí se oye mejor a los pájaritos. ¿Si gusta?

  • ¡Muchas gracias! ¡Qué aproveche!

Doy un pequeño paseo y a la vuelta veo al vagabundo almorzando. Empiezo a caminar más despacio. Hasta mí llegan las piadas de los pájaros. ¿Aquí sabrá mejor el almuerzo? Seguro que sí.


sábado, 16 de noviembre de 2024

EL MUSEO DEL PRADO

 

EL MUSEO DEL PRADO


Conocí el Museo del Prado cuando tenía 16 años, cuando me fui a Madrid a estudiar Perito Industrial.

Cuando estudié 5º ó 6º de Bachillerato, ya no me acuerdo bien, estudié Historia del Arte. Me lo dio el padre Emilio (Emilio Rodríguez Almeida) y viendo las fotos que nos ponía en la pared y en la forma de dar la clase, se despertó en mi una gran afición por el arte. Cuando fui a Madrid enseguida me enteré de cuando se podía visitar gratis el museo del Prado. Era los sábados por la tarde.

Recuerdo la impresión que me produjo cuando entré y vi la galería central llena de enormes cuadros. Me sentí empequeñecido. Para mi fue como entrar en un gran templo. Ese fue mi primer templo del arte (y ahora que conozco muchos he de decir que era y es uno de los grandísimos templos del arte) Recorrí y recorrí todas las salas, dando vueltas y más vueltas en un intento desesperado de ver todo, de no quedarme sin ver ninguna de aquellas obras. No sé cuanto tiempo estuve pero si que tomé la determinación de volver los sábados por la tarde para ir viendo con calma aquella enorme cantidad de cuadros.

Y eso hice. Durante casi todo el año cada sábado por la tarde me iba al Prado con mi cuaderno de apuntes de Historia del Arte y miraba los cuadros de los pintores flamencos: Patinir, el Bosco, Hugo van der Goes, Roger van der Veyden, y un larguísimo etcétera; de los pintores italianos del Trecento, Quatrocento, etc.; de los grandes pintores españoles: el Greco, Velázquez, Goya, Ribera, Murillo, etc. y así podría continuar escribiendo nombres y más nombres. Me gustaba mucho ir al museo del Prado, disfruté mucho viendo tantos y tan magníficos cuadros. Aquella afición aún perdura, y ahora, cuando voy a Madrid, procuro darme una vueltecita por el Prado viendo un par de salas solamente o los cuadros de un único pintor, aunque al entrar y salir la vista se me suele ir para todas partes. Y un secreto: casi siempre que estoy dentro procuro pasar cerca de donde están las obras de Velázquez y de Goya y así poder echarles un vistazo.

Es una suerte que me guste el arte y que tenga el Museo del Prado tan cerca y tan al alcance.


viernes, 15 de noviembre de 2024

La bici de Pablo.

 

La bici de Pablo.

        Mi tío Pablo, el marido de mi tía Pili, era un hombre con un carácter como no he conocido ningún otro, nunca le vi enfadado. Para mí era una persona buenísima. Trabajaba en la fábrica y tenía una bici para ir y venir de ella. Yo nunca tuve una bici, y cuando iba al pueblo y tenía edad para montar, me la dejaba para aprender a montar en bici. Yo estaba en la calle, intentando aprender a girar, a parar, a subir y a bajar de la bici sin caerme. Me costó bastantes golpes medio aprender. Cuando ya “sabía” me iba por alguna carretera de las afueras. Me acuerdo una vez que me fui por la carretera de la estación, que entonces era de tierra y tenía muchas piedras por el medio y solo en los bordes la tierra estaba más lisa, y yo iba por ese borde, pero mi pericia no era mucha y me bajé a la cuneta, pero yo seguía dando pedales y avanzando. Estaba tan nervioso y preocupado que no sabía qué hacer. Estaba por los chalets de la “Colonia” (las casas de los directivos e ingenieros y técnicos de la fábrica), y había un puentecito que salvaba la cuneta para poder entrar en el chalet. Veía el puentecito, y veía que me iba contra él, y que tenía que parar, pero yo no paré, yo solo daba pedales y dejé de darlos cuando me choqué contra el puentecito y me caí. Me levanté y lo primero que miré fue ver si la bici estaba bien y seguía rodando. No me preocupé de mí porque no me debí de dar un buen golpe.


domingo, 10 de noviembre de 2024

La estación de la Cañada.

 

La estación de la Cañada, 1360 m.

(23 agosto de 2006)

Hoy, una calurosa tarde de finales de agosto del 2006, he venido hasta la estación de La Cañada y me he sentado en uno de sus bancos, a la sombra, a descansar, a mirar, a recordar y a escribir.

La estación está sola. Unas chiquitas llegan con sus bicis, atraviesan las vías y continúan hacia unas casas. La estación vuelve a quedar solitaria. Por el altavoz se oye: “Próximo tren vía dos. No efectúa parada”, lo escucho varias veces, tres, pero el tren ya ha pasado; y esto ocurre porque lo dice una voz impersonal, lo dice una voz grabada en una cinta magnetofónica. Ya no hay aquí empleados que atiendan la estación ni jefe que de paso a los trenes, ni quien venda los billetes. Ya no hay nadie. La estación está sola casi todo el día. Un gorrión recorre a saltitos el andén, picoteando por aquí y por allá.

Y en esta soledad recuerdo cuando pasaba por aquí de niño camino de Madrid o de regreso a Ávila. No era esta una estación animada y bulliciosa, pero tenía su personalidad. Al ir hacia Madrid era como un respiro después del largo túnel y casi siempre subía o bajaba alguien. Mirando hacia el lado opuesto a la estación ya se destacaba en lo alto de una peña una alta y fina cruz, cruz que todavía sigue estando en el mismo lugar. Al volver de Madrid, ¡Me gustaba tanto estar en Madrid con los abuelos!, esta era una más de las estaciones de la tristeza y la resignación. Cada vez faltaba menos para llegar a Ávila, y cada vez estaba más lejos de Madrid.

Cuatro viajeros han llegado. Se sientan en los bancos y la estación parece más animada, parece que recobra su razón de ser. Un anciano llega, mira hacia un lado y hacia otro, cruza las vías y despacio, muy despacio, se aleja por un camino hacia unas casas, las mismas casas hacia las que se alejaron las chiquillas con las bicis.

Pasa un tren rápido, veloz. Las lunas de las ventanas son tintadas, no se ve a ninguno de los pasajeros y el tren parece un tren fantasma. Cuando se bajaban las ventanillas y cuando los cristales eran transparentes, los niños decíamos adiós con la mano, y la mayoría de las veces nos devolvían el saludo. Eran trenes como más humanos.

Llegan dos mujeres y un hombre y se sientan a mi lado. Charlamos sobre la estación y sobre los trenes. Ellos me cuentan sus recuerdos. Las mujeres vivieron aquí, en la estación.

- Yo vivía aquí y me asomaba a esa ventana. Pasaba las tardes viendo pasar los trenes ¡Y tan entretenida! No me aburría.

- Era muy entretenido ver cambiar las agujas y como los trenes iban por una vía o por otra.

- Aquí subían los trenes desde Ávila con dos máquinas y quitaban una. Esta es la estación más alta. Entonces sólo era la estación. Casi no había ninguna casa más.

- Aquí paraban todos los trenes. Yo vendía leche y agua en una botija. La botija era más barro que leche, de un trago se lo bebía la gente.

- A mi padre le pilló aquí un tren de mercancías y le mató.

- Siempre había mercancías y máquinas paradas. Yo buscaba naranjas en los vagones de mercancías cuando era chavala.

- Hace más de 40 años que vivo en Madrid, pero me gusta recordar cuando vivía aquí.

Estas personas se van y se llevan sus recuerdos con ellas. La estación vuelve a quedar solitaria. Pasa una ráfaga de viento. Me levanto, cojo mis recuerdos y me marcho.

viernes, 8 de noviembre de 2024

Recuerdos: EL ARROYO

 El arroyo.

        Cuando de niño iba al pueblo de mi madre, a Villaluenga de la Sagra, no había agua corriente en las viviendas. La gente tenía que ir a por agua a alguna de las fuentes y a lavar a los lavaderos. No había váter; cuando había que “hacer de vientre” me iba detrás de una pared que había en el patio y lo hacía encima de un montón de ceniza. Luego se terminaba de tapar con más ceniza, se echaba en una lata y los que vivían cerca lo iban a tirar al arroyo.

        El arroyo llevaba muy poca agua y los residuos estaban por allí, solo en época de muchas lluvias o tormentas, el arroyo se quedaba limpio. Para los niños mayores (8 a 11 años) el arroyo era el lugar donde más y mejor se mostraba que uno era mayor. Si se caía una pelota dentro, no había problema en bajar a cogerla. Pero los niños son los niños y cuando no teníamos nada que hacer no nos dedicábamos a matar moscas con el rabo tal como dicen que hace el diablo, sino a saltar de un lado a otro del arroyo. Muchas veces el resultado era… ese, que el salto se quedaba corto y metías un pie o los dos en el arroyo y te llenabas de mierda. Ibas a casa, te caía la regañina, algún que otro coscorrón y a lavarte los pies y las piernas.

        El arroyo ya no existe. Hace muchísimos años que se puso el agua corriente y entonces el arroyo se canalizó, pero cuando voy al pueblo y paso por donde estaba el arroyo, a mi recuerdo se une una sonrisa.



martes, 5 de noviembre de 2024

Los canarios

 LOS CANARIOS

        No recuerdo bien cuantos años tenía cuando empezó en serio mi afición a los canarios. Lo que sí sé es que era muy pequeño cuando me empezaron a gustar los pajaritos, que era como yo les llamaba entonces. Con mi dinero, con aquella peseta o dos pesetas que me daban los domingos, ahorré las 2,50 pesetas que me costó el primer jilguero que me compré. Antes de comprarlo, la gente, no sé que gente, me había dicho que tenía que fijarme bien en la jaula y tenía que escoger un pájaro al que viese comer, pues así sabía seguro que no se moriría de hambre. Pero yo quería tener canarios para verlos criar. Mi padre le compro a Castor una canaria isabela por 25 pts. y la echamos con un jilguero macho que yo tenía. Fue la primera canaria que tuve y aún no se me ha borrado su imagen. El animalito hizo varias veces el nido, puso huevos también varias veces, pero nunca salió un pajarito. Los huevos que puso los guardaba en una caja llena de serrín. Yo era el encargado de cuidar a los pájaros, de limpiarlos, de darles de comer, de cambiarles el agua, de sacarles al balcón.

        En Ávila no había muchos canarios por los balcones, pero los pocos que había me los sabía de memoria. Muchos de mis paseos pasaban frente a esos balcones y si iba solo me paraba a mirarlos aunque estuviesen muy lejos; si iba con alguien los miraba pero sin pararme, pues me daba como vergüenza decir que estaba mirando a los canarios.

        En un balcón de la plazuela del Rastro había un jaulón con varios canarios rojos, blancos y amarillos. Sí, aún me acuerdo de los colores. En el actual Paseo de la Estación, ya muy cerca de la estación vivía Elcolobarrutia, el señor que más canarios tenía de Ávila. En un balcón siempre había muchos, cada uno en su jaula, y en otro balcón se veían los que tenía sueltos en la habitación. Recuerdo que fui a su casa con mi padre, para preguntar cuanto pedía por un canario; nos enseñó los pájaros y yo me quedé maravillado. Cuando tuve dinero mi primer canario se lo compré a él; era un canario naranja.

        Pero los canarios que más miraba eran los de Pipas Calvo, en la calle San Millán. Este hombre tenía siempre dos canarios en lo alto del portalillo de entrada a la tienda: uno blanco y otro amarillo. Me gustaba mucho mirarlos porque estaban muy cerca y los veía muy bien; un día me dijo que no me pusiera allí porque estorbaba la entrada; desde entonces ya no me paraba, sólo pasaba despacio y los miraba.

        Hasta que no tuve 17 años no conseguí criar con los canarios, pero antes vi criar a una pareja de periquitos que regalaron a mi abuela. Aunque no eran canarios también disfruté mucho con ellos, pues también eran pajaritos.

        Luego los canarios han sido una de las aficiones más importantes para mí durante 43 años. Son muchos años y han dejado en mí, una huella imborrable.