La
estación de la Cañada, 1360 m.
(23
agosto de 2006)
Hoy,
una calurosa tarde de finales de agosto del 2006, he venido hasta la
estación de La Cañada y me he sentado en uno de sus bancos, a la
sombra, a descansar, a mirar, a recordar y a escribir.
La
estación está sola. Unas chiquitas llegan con sus bicis, atraviesan
las vías y continúan hacia unas casas. La estación vuelve a quedar
solitaria. Por el altavoz se oye: “Próximo tren vía dos. No
efectúa parada”, lo escucho varias veces, tres, pero el tren ya ha
pasado; y esto ocurre porque lo dice una voz impersonal, lo dice una
voz grabada en una cinta magnetofónica. Ya no hay aquí empleados
que atiendan la estación ni jefe que de paso a los trenes, ni quien
venda los billetes. Ya no hay nadie. La estación está sola casi
todo el día. Un gorrión recorre a saltitos el andén, picoteando
por aquí y por allá.
Y
en esta soledad recuerdo cuando pasaba por aquí de niño camino de
Madrid o de regreso a Ávila. No era esta una estación animada y
bulliciosa, pero tenía su personalidad. Al ir hacia Madrid era como
un respiro después del largo túnel y casi siempre subía o bajaba
alguien. Mirando hacia el lado opuesto a la estación ya se destacaba
en lo alto de una peña una alta y fina cruz, cruz que todavía sigue
estando en el mismo lugar. Al volver de Madrid, ¡Me gustaba tanto
estar en Madrid con los abuelos!, esta era una más de las estaciones
de la tristeza y la resignación. Cada vez faltaba menos para llegar
a Ávila, y cada vez estaba más lejos de Madrid.
Cuatro
viajeros han llegado. Se sientan en los bancos y la estación parece
más animada, parece que recobra su razón de ser. Un anciano llega,
mira hacia un lado y hacia otro, cruza las vías y despacio, muy
despacio, se aleja por un camino hacia unas casas, las mismas casas
hacia las que se alejaron las chiquillas con las bicis.
Pasa
un tren rápido, veloz. Las lunas de las ventanas son tintadas, no se
ve a ninguno de los pasajeros y el tren parece un tren fantasma.
Cuando se bajaban las ventanillas y cuando los cristales eran
transparentes, los niños decíamos adiós con la mano, y la mayoría
de las veces nos devolvían el saludo. Eran trenes como más humanos.
Llegan
dos mujeres y un hombre y se sientan a mi lado. Charlamos sobre la
estación y sobre los trenes. Ellos me cuentan sus recuerdos. Las
mujeres vivieron aquí, en la estación.
-
Yo vivía aquí y me asomaba a esa ventana. Pasaba las tardes
viendo pasar los trenes ¡Y tan entretenida! No me aburría.
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Era muy entretenido ver cambiar las agujas y como los trenes iban por
una vía o por otra.
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Aquí subían los trenes desde Ávila con dos máquinas y quitaban
una. Esta es la estación más alta. Entonces sólo era la estación.
Casi no había ninguna casa más.
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Aquí paraban todos los trenes. Yo vendía leche y agua en una
botija. La botija era más barro que leche, de un trago se lo bebía
la gente.
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A mi padre le pilló aquí un tren de mercancías y le mató.
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Siempre había mercancías y máquinas paradas. Yo buscaba naranjas
en los vagones de mercancías cuando era chavala.
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Hace más de 40 años que vivo en Madrid, pero me gusta recordar
cuando vivía aquí.
Estas
personas se van y se llevan sus recuerdos con ellas. La estación
vuelve a quedar solitaria. Pasa una ráfaga de viento. Me levanto,
cojo mis recuerdos y me marcho.