El arroyo.
Cuando de niño iba al pueblo de mi madre, a Villaluenga de la Sagra, no había agua corriente en las viviendas. La gente tenía que ir a por agua a alguna de las fuentes y a lavar a los lavaderos. No había váter; cuando había que “hacer de vientre” me iba detrás de una pared que había en el patio y lo hacía encima de un montón de ceniza. Luego se terminaba de tapar con más ceniza, se echaba en una lata y los que vivían cerca lo iban a tirar al arroyo.
El arroyo llevaba muy poca agua y los residuos estaban por allí, solo en época de muchas lluvias o tormentas, el arroyo se quedaba limpio. Para los niños mayores (8 a 11 años) el arroyo era el lugar donde más y mejor se mostraba que uno era mayor. Si se caía una pelota dentro, no había problema en bajar a cogerla. Pero los niños son los niños y cuando no teníamos nada que hacer no nos dedicábamos a matar moscas con el rabo tal como dicen que hace el diablo, sino a saltar de un lado a otro del arroyo. Muchas veces el resultado era… ese, que el salto se quedaba corto y metías un pie o los dos en el arroyo y te llenabas de mierda. Ibas a casa, te caía la regañina, algún que otro coscorrón y a lavarte los pies y las piernas.
El arroyo ya no existe. Hace muchísimos años que se puso el agua corriente y entonces el arroyo se canalizó, pero cuando voy al pueblo y paso por donde estaba el arroyo, a mi recuerdo se une una sonrisa.
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